martes, 1 de noviembre de 2011

LOS “AMIGOS DE DIOS” MAL LLAMADOS CÁTAROS

La historia de la humanidad se ha caracterizado por la intolerancia de las mayorías hacia las minorías. En la Biblia, sin embargo, nosotros encontramos la historia de un remanente débil desde la perspectiva humana, pero al que Dios faculta con su gracia para dar el mensaje divino, y lo conserva hasta el mismo fin. Ese “resto” o “remanente” (Rom 9:27) es maltratado, perseguido y cruelmente destruido por Satanás, el “príncipe de este mundo”, quien intenta llevar a cabo sus designios malvados a través de los grandes imperios que se levantan sobre la tierra (Apoc 12:17; véase Dan 7; Heb 11). Pero por encima de esos intentos diabólicos, vemos el cuidado protector de Dios sobre ese remanente, para que la llama de la fe permanezca viva en la tierra hasta el fin, cuando buenos y malos recibirán su recompensa “según fuere su obra” (Isa 40:10; 62:11-12; Apoc 22:12; véase 18:4-7,20).

La tarea de todo aquel que cree en la Palabra de Dios, y en especial en sus profecías, es buscar en la historia ese hilo conductor del remanente que Dios se guardó siempre a través de las edades. Especialmente en el Apocalipsis se nos habla de tres grandes persecuciones o “tribulaciones” por las que ese remanente especial pasaría durante toda la dispensación cristiana. La primera se dio bajo la Roma pagana, que exterminó prácticamente a todos los apóstoles y a muchos mártires durante los tres primeros siglos de cristianismo (Apoc 1:9). La segunda “tribulación” aparece descrita en el quinto sello (Apoc 6:9-10), como la contraparte del ministerio de muerte que los príncipes de la Iglesia de Roma emprenderían contra el “remanente”, según se describe en el cuarto sello (Apoc 6:7-8;  véase Rom 9:27). Tiene que ver con “la gran tribulación” que anticipó el Hijo de Dios (Mat 24:21,29), y que debía preceder a las señales estelares que anunciarían el tiempo del fin (Mat 24:29), algo esto último que el Apocalipsis coloca en el sexto sello (Apoc 6:12-13).

Esa “gran tribulación” se vería caracterizada por una persecución despiadada de la Roma Cristiana Apóstata contra todo aquel que antepusiese la Palabra de Dios a sus pretensiones blasfemas y arrogantes (Apoc 6:9; 13:5-6; cf. Dan 7:8,11,20; 8:10-13; 11:36). El vidente vio cómo “se le permitió [a la Iglesia de Roma] combatir a los santos, y vencerlos” (Apoc 13:7; cf. Dan 7:21,25; 11:33-35). Pero aunque los héroes de la fe que pasasen por esa terrible opresión fuesen vistos en la tierra como habiendo fracasado, en la corte celestial se les concedería las ropas de la victoria, y se les permitiría recibir al final, la recompensa eterna de los justos (Apoc 6:11; 7:13-17).

La tercera tribulación sería llevada a cabo por la Roma Apóstata que recuperaría al final su poder, junto con todas sus “hijas” (las demás iglesias), que se unirían con los poderes de la tierra para aplastar el último remanente del Señor (Apoc 12:17; 14:12;  cf. Rom 5:3). Esta vez, sin embargo, Dios no permitiría que ese remanente final fuese vencido. Se interpondría para siempre destruyendo este mundo y su imperio opresor, y rescatando su remanente de todas las edades para llevárselo consigo a su reino eterno (Apoc 7:14ss; 20:4,6). “No temáis, manada pequeña”, les dijo Jesús con antelación. “Porque a vuestro padre le ha placido daros el reino” (Luc 12:32).

Los mártires del quinto sello

Son aquellos que pasan por la gran tribulación medieval causada por una Iglesia apóstata que emprende un horrendo ministerio de muerte contra todos los que se le oponen (Apoc 6:8; 17:6). De entre ellos se destacaron más los Cátaros en el sur de Francia, los Valdenses y los Protestantes. De entre todos ellos, los mal llamados Cátaros del sur de Francia fueron totalmente exterminados y sus libros destruidos. La infamia y calumnia de sus enemigos triunfó sobre ellos por siglos. Pero gracias a unos pocos manuscritos escritos por ellos que escaparon de la destrucción y se encontraron en el S. XX, esa infamia ha estado siendo revertida en estos últimos años. Poco a poco, la historia parece ir vindicándolos, algo que se completará cuando los archivos del cielo se abran al estudio de los redimidos.

Es notable que E. de White, en su libro El Conflicto de los Siglos, escrito a fines del S. XIX y comienzos del S. XX, no se refiere a esos cristianos del sur de Francia con el término de Cátaros. Simplemente los identifica con una de sus ciudades principales que se hizo memorable por la masacre espantosa que la Iglesia Católica Romana llevó a cabo contra ellos, destruyendo a sus alrededor de 20.000 habitantes. Lo sorprendente es que, en esa época de hace un siglo atrás, no se sabía que los Cátaros nunca se llamaron a sí mismos de esa manera, sino que, como veremos luego, ese fue el término despectivo y mentiroso que les impusieron sus verdugos inquisidores. Leamos primero, la declaración que hizo de ellos E. de White hace ya más de cien años atrás.

 “Century after century the blood of the saints had been shed [see Rev 6:10]. While the Waldenses laid down their lives upon the mountains of Piedmont ‘for the word of God, and for the testimony of Jesus Christ’ [see Rev 6:9], similar witness to the truth had been borne by their brethren, the Albigenses of France. In the days of the Reformation its disciples had been put to death with horrible tortures. King and nobles, highborn women and delicate maidens, the pride and chivalry of the nation, had feasted their eyes upon the agonies of the martyrs of Jesus” (GC, 271).

“In every age there were witnesses for God—men who cherished faith in Christ as the only mediator between God and man, who held the Bible as the only rule of life, and who hallowed the true Sabbath. How much the world owes to these men, posterity will never know. They were branded as heretics, their motives impugned, their characters maligned, their writings suppressed, misrepresented, or mutilated. Yet they stood firm, and from age to age maintained their faith in its purity, as a sacred heritage for the generations to come” (GC, 61).

Significado del término Cátaro

En Chile, el término que por años aplicaba la población a los cristianos no católicos fue el de “canutos”, sin distinción de Pentecostales, Adventistas o Bautistas. Algo semejante las poblaciones católicas terminaron haciendo en los S. XII y XIII con los cristianos que rechazaron los dogmas católico-romanos que eran contrarios a la Biblia. El primero en llamarlos con el término Cátaros fue el monje Eckbert of Schönau, luego de presenciar la quemazón de un buen número de ellos en Colonia, Alemania, en 1143 y 1163, Stephen O’Shea, The Perfect Heresy. The Revolutionary Life and Death of the Medieval Cathars (Barnes & Noble Books, New York, 2004), 30. Ese término lo introdujo en sus Trece Sermones contra los Cátaros en 1163 (276). En esos sermones los llamó también “miserables imbéciles”.

“Se pensó una vez que el nombre cátaro significa ‘el puro’”, y que los cátaros se denominaban así por creerse presuntamente puros y no poder pecar de la cintura para abajo. Pero el término Cátaro “no es de su propia invención;  Cátaro es ahora tomado como un juego de palabras alemanas del S. XII que implicaban la adoración del trasero de un gato”. Entre las tantas calumnias que se levantaron contra ellos durante la Edad Media, estuvo el de pretender que los cristianos que se oponían a la prepotencia papal durante el S. XII “llevaban a cabo el así llamado beso obsceno sobre el trasero de un gato, razón por la cual terminaron apodándolos despectivamente como “cataros”.

También los tildaron de “bougre”, una corrupción de “Bulgar” (una referencia a una iglesia hermana también considerada herética), que en inglés dio lugar finalmente al término ordinario de bugger, “jodedor” (o un insulto peor aún). [De calumnias equivalentes aún contra los judíos, está lleno el medioevo. Con el propósito de levantar la furia de la población supersticiosa de la época, se hizo correr, por ejemplo, que los judíos sacrificaban un niño en la pascua con orgías rituales demoníacas. Aún en tiempos modernos, los curas de Argentina hicieron creer a la gente de campo o de zonas rurales especialmente, durante gran parte del S. XX, que los adventistas adoraban la cabeza de un marrano que escondían detrás del púlpito].

El papa Gregorio IX, impulsor de la Inquisición, emitió una bula papal en 1233, Vox in Rama, en donde sin cesar repitió las viejas historias sobre orgías felinas de los disidentes de la iglesia. “Una calumnia más repetida fue escrita en 1180 por Walter Map”, un diácono de Oxford, en donde aseguraba que “a la primera vigilia de la noche… cada familia se sienta esperando en silencio en cada una de sus sinagogas. Entonces desciende un gato negro de tamaño asombroso, por una soga que cuelga en su medio. Al verlo apagan las luces y no cantan ni repiten himnos en forma nítida, sino que hacen zumbidos con los dientes cerrados, y se acercan al lugar donde vieron a su amo, tanteando hasta que lo encuentran para besarlo. Cuanto más caliente es la sensación más degradante es su propósito;  algunos van por sus pies, pero la mayoría por su cola y partes privadas. El ruidoso contacto [del beso] suelta sus apetitos. Cada uno sostiene a su compañero o compañera hasta saciarse por lo que él o ella es digno” (PH, 13, 269-270).

El término “Perfecto” interpretado tradicionalmente también como una autoalusión de los pastores cátaros tampoco se lo aplicaron ellos jamás a sí mismos. Fue la Iglesia Católica Romana la que posteriormente los apodó como “Perfectos” en referencia a los “heréticos perfeccionados o totalmente iniciados”, S. O’Shea, 21. Los así mal llamados cátaros “se referían a sí mismos” más sobriamente como “cristianos, buenos cristianos, buenos hombres o buenas mujeres, o amigos de Dios”, no con soberbia, sino más bien como una aspiración. En el ritual de ordenación ellos decían:  “Que se le pida a Dios que te haga un buen cristiano y te conduzca a buen término” (273). O’Shea lamenta tener que seguir llamándolos con ese término que les dieron sus enemigos en su libro, “para evitar la confusión”. “Un Perfecto se llama así no porque es impecable. Alguien así apodado es un hereticus perfectus or heretica perfecta—‘un hereje completado’, en el sentido de alguien que ha pasado del estado de simpatizante al rango de ordenado”. El término “credentes” también fue acuñado en forma peyorativa por los enemigos del catarismo (ibid, 272).

El problema que ahora se tiene es cómo referirse a ellos sin confundir al lector, ya que esos fueron los términos que se usaron por siglos tanto para referirse a esos cristianos auténticos del medioevo como a sus creencias. Me gusta el término con que ellos mismos se denominaban de “amigos de Dios”, con el agregado de “mal llamados cátaros o perfectos”. Un problema semejante se levanta con la nomenclatura de “herejes”. O’Shea prefiere seguir usando el término “herejes” para referirse a los “amigos de Dios” no en el sentido de depravación, sino de desacuerdo o disconformidad con el pensamiento prevaleciente del catolicismo medieval (274). Ya que, según los descubrimientos de los pocos manuscritos auténticos que se descubrieron de ellos en el S. XX, las creencias de los cátaros no fueron depravadas como pretendieron hacernos creer los inquisidores, “como una quinta columna de un reavivamiento maniqueo”, sino que fueron auténticos “cristianos medievales” (271), adelantados en muchos respectos a su época (223).

El presunto dualismo de los “amigos de Dios”

En otro intento por usar otro nombre fuera de los falsos y difamatorios que lamenta tener que usar como Perfecto y Cátaro, O’Shea recurre al término “dualista” y “fe dualista”, que repite constantemente a través de su libro. Cualquiera que lee su libro, si no va a las notas que agrega al final, termina creyendo que “dualismo” es sinónimo de “catarismo”. Por “dualismo” en este caso se hace referencia a la creencia en la existencia de dos principios eternos, el bien y el mal, como en el zoroastrismo persa y, posteriormente, en el cristianismo maniqueo del S. III. Ligado a este concepto, los inquisidores pretendieron que los presuntos “cátaros” creían que este mundo material fue creado por un demiurgo maligno, el diablo mismo.

Con el propósito de difamar a los “amigos de Dios” como no siendo cristianos, y justificar su masacre contra ellos en el Sur de Francia, los católicos los vincularon con el maniqueísmo babilónico que fue condenado por los concilios de la Iglesia ya en el primer milenio. Esa fue la posición que los historiadores católicos se preocuparon por mantener con respecto a los cátaros durante el S. XIX, y que los del S. XX retomaron dándolo por sentado. Steven Runciman, The Medieval Manichee (1947), trazó por ejemplo, una línea directa de los gnósticos a los maniqueos (S. III: Babilonia), a los Paulistas (S. IX:  dualistas de Armenia y Tracia), a los Bogomiles (S. X:  dualistas de los Balcanes), y de allí a los primeros herejes medievales. Esa obra sobre la que se basaron la mayoría de los comentarios sobre el catarismo en casi todo el resto del S. XX, que recoge el pensamiento anterior del S. XIX, ha sido “seriamente cuestionada” por los historiadores del pensamiento cátaro actuales (PH, 301-302).

En primer lugar, se ha podido probar que muchos de los opositores del catarismo medieval acusaban de maniqueísmo a toda clase de dualistas, inclusive a toda clase de presuntos herejes. Por consiguiente, no se puede tomar en serio tal acusación contra los “amigos de Dios”. “El consenso contemporáneo” de los historiadores, contrariamente, “sostiene que los cátaros fueron cristianos, que el dualismo siempre fue una tendencia subyacente de pensamiento cristiano, y que es una tarea imposible, sino irrelevante, el tratar de probar un enlace directo entre los dualistas de la antigüedad y los del medioevo” (PH, 302). En el caso de los mal llamados “cátaros”, como veremos luego, su presunto dualismo no se aparta de los límites que impone la Biblia.

En segundo lugar, los pocos manuscritos auténticos de los cátaros que fueron descubiertos en 1939, curiosamente por un sacerdote dominico, Antoine Dondaine, en archivos de Florencia y Praga, han pasado a ser en la última parte del S. XX objeto de estudio especial (PH, 271). Esos manuscritos contienen testimonios definidos de rechazo a la difamación que les hacían de ser dualistas. Pero no fue sino a partir de la década de los 70 con su divulgación por M. Vonckeller, en Revue belge de philologie et d’histoire (1969) que, poco a poco, esos descubrimientos pasaron a llamar la atención del mundo sapiente. Anterior a esos descubrimientos, la teología presuntamente cátara “había sido reconstruida pedazo por pedazo únicamente de lo que sus adversarios habían escrito” contra ellos, amén de dos manuscritos Occitanos incompletos que se encontraron en Lión y Dublín.

“Por supuesto, los enemigos del catarismo habían pintado la fe como una masa de superstición”. Gracias a los manuscritos divulgados hacia fines del S. XX, “después de siglos de ser considerados como una quinta columna de reavivamiento maniqueo, los cátaros pueden hoy ser estudiados por lo que fueron:  cristianos medievales” (PH, 271). En esos manuscritos, los “amigos de Dios” rechazaron categóricamente el cargo de dualismo. Lo que enseñaron sobre los dos principios, según los especialistas actuales del Languedoc (sur de Francia), no va más allá de lo que dice la Biblia y, por consiguiente, no tienen nada que ver con el maniqueísmo antiguo.

En efecto, “los cátaros nunca declararon que los dos principios eran ‘iguales’”, sino que sólo uno, el del bien, que es de Dios, es eterno;  el de Satanás, en cambio, declararon categóricamente ser perecedero. En el Tratado Cátaro y en el Libro de los Dos Principios, se defendieron de la siguiente manera:  “Como ciertas personas nos dirigen críticas malvadas en relación con las obras y las creaciones divinas, ... para que aquellos que nos atacan así, por ignorancia, ... conozcan la verdad”, declaramos que “según nuestra fe, Dios creó todas las cosas, a saber:  el cielo, la tierra, el mar y lo que se encuentra en ellos, y Dios fundó el universo a través del Señor Jesucristo, a los cielos y en la tierra; ... como muchas autoridades lo han demostrado anteriormente”. Claro está, agregaron, el autor del mal no es Dios sino el diablo, a quien Dios creó, y el cual será destruido, como lo enseña la Biblia.

Uno se admira de que algunos autores citen como una declaración dualista “extraña” el testimonio extraído por los inquisidores de una mujer llamada Grazida Lizier, de Montaillou. Esta mujer condenada como cátara hereje reveló, simplemente, su dificultad en creer que Dios hubiera creado “lobos, moscas, mosquitos y otras cosas semejantes que causan daño al hombre” (PH, 236). Si nos basamos en la Biblia para fundar nuestras creencias, podemos preguntarnos si esos insectos y animales habrán estado en el Edén y, en el caso de los lobos, si habrán sido destructores como se los conoció después. Algo semejante podríamos decir de Lucifer y del hombre, a quienes Dios no los hizo pecadores ni destructores como pasaron a serlo más tarde. ¿Acaso no podríamos llegar a una conclusión semejante a la de esa antigua mujer condenada, al leer los pasajes bíblicos de la tierra nueva que dicen que “no harán daño en mi santo monte”, y la declaración apocalíptica de que “los perros estarán fuera” de la ciudad de Dios? (Isa 65:25; Apoc 22:15).

[Conocí hace unos años a la esposa de un pastor adventista norteamericano que nunca había comido carne, y que decía que no podía creer que Dios hubiera instituido el sistema de sacrificios en el antiguo Israel. ¿Habríamos de considerarla también Maniquea, o Marcionista, o peor aún, vincular la fe adventista que se basa grandemente en la teología del sistema de sacrificios hebreo, como compartiendo una convicción tan particular y asistemática de una mujer bien intencionada?]

Para entender el por qué los inquisidores malinterpretaron de esa manera a los “amigos de Dios” de los S. XII y XIII, tenemos que recordar que el concepto del milenio de la iglesia romana en esa época era el que había plasmado Agustín desde el S. V en toda la Europa medieval. Consistía en creer que una vez que la Iglesia reinase sobre la tierra, se establecería el reino de Cristo en este mundo, y tendría lugar la paz del milenio tan largamente esperado. Los cátaros, en cambio, aseguraban que ‘en el reino de aquí abajo’ siempre reina Satanás, y que si este reino fuese el de Cristo, ‘no habría herederos ni estaría jamás consagrado a una tan grande corrupción”. Uno puede imaginarse cómo habrá herido este concepto de los “amigos de Dios” acerca de la naturaleza de los reinos temporales, a los anhelos tan marcados de imperialismo universal que reinaban en Roma.

¿Fueron una organización religiosa?

Finalmente, el debate se da ahora en saber “si el catarismo constituyó una iglesia, esto es, una jerarquía independiente con reglas, dogmas y organización coherentes” (302). Se sabe que los oponentes a la jerarquía de Roma en el sur de Francia especialmente, tuvieron sus concilios para tratar de aunar sus creencias que buscaban basar en la Biblia (W. Duran, The Age of Faith, 773), pero no parece haber nada contundente para probar que formaban parte de una organización religiosa. Para sorpresa de los historiadores, algunos nombres de los que se encontraron en la masacre de Bezier, según la lista que preparó el obispo que dirigió la cruzada contra ellos, eran Valdenses, lo que prueba una vez más que todos esos grupos cristianos disidentes de Roma estaban de alguna manera relacionados (285).

Algo semejante se discute hoy en relación con el origen de los Valdenses y su verdadera identidad, a quienes Roma se preocupó por vincular con Pedro Valdo para ocultar su antigüedad mucho mayor (L. Froom, The Prophetic Faith of Our Fathers, I, 830). El nombre Pierre Vaudoix tiene que ver con Pedro de los Valles, quien junto con los demás valdenses que lo precedieron, habían sido identificados con los valles del Piamonte donde se encontraban. Estaban también los “Hombres pobres de Lión” que combatían la lujuria y pomposidad de los prelados católicos, y numerosos otros grupos independientes que aparecen en los manuales de la Inquisición, que sumaron en su momento más de un millón de adherentes. Esos grupos se expandieron por toda Europa y tenían en común la Biblia como única regla de autoridad en materia de fe y conducta, y el rechazo rotundo a la pretensión de la jerarquía romana como siendo la única con derecho a interpretar la Palabra de Dios. La Iglesia papal tembló ante lo que consideró un real peligro para su preeminencia, y no trepidó en emprender la más espantosa y cruel maquinaria de destrucción contra ellos para conservarse como la única autoridad absoluta e indiscutible de la religión.

Su fe en la Biblia completa

Junto a la falsa acusación de dualismo, se los acusó también de creer que el Dios del Antiguo Testamento era malo (un presunto eco marcionista), a diferencia del Dios bueno del Nuevo Testamento. También se los condenó por considerar como ridículas y mentirosas todas las Escrituras, exceptuando los evangelios. Pero los escritos de los “amigos de Dios” prueban que creían que Dios era el autor de toda la Biblia. Además, la difundieron en una época en que el clero romano la escondía. Ningún texto cátaro afirma lo que dijeron sus difamadores.

También se dijo de ellos que negaban que Jesús fuese el Hijo de Dios. Pero sus escritos están llenos de declaraciones que prueban lo contrario. Además de creer que Jesús era el Hijo de Dios, creían también en el Espíritu Santo, y predicaban sobre la necesidad de recibirlo, a pesar de que vivían en una época en donde el tema del Espíritu Santo no era muy llamativo. En otras palabras, no eran arrianos. Creían en la existencia de las tres personas de la Deidad.

Fueron condenados también por negar la realidad de los sufrimientos y de la muerte de Cristo, lo que implica un rechazo a la encarnación corporal de Jesús y a su resurrección. Esta acusación parece intentar confirmar la anterior de dualismo, porque si se pudiese probar que creían en la encarnación del Hijo de Dios, cómo iban a poder mantener la acusación de dualismo, esto es, la creencia en que el mundo material fue creado por un demiurgo maligno, el diablo mismo? ¿Fue Cristo creado por Satanás? En esa acusación vemos un esfuerzo de coherencia por parte de los inquisidores que los condenaron. Contrariamente, la traducción que dieron los “amigos de Dios” de los pasajes que tocan el tema en la Biblia, así como lo expresaron también en sus otros escritos, prueban que tales acusaciones fueron falsas. Ellos creían en la encarnación, sufrimientos y muerte de Cristo, así como en su resurrección de entre los muertos (J. Zurcher, “Ellen G. White, les Vaudois et les Albigeois”, en Servir IV [1982], 93ss.

Presuntos destructores de la familia

Otra presunta conexión con el maniqueísmo que pretendía que la materia era mala se la buscó en el celibato de los predicadores itinerantes y en una presunta creencia en la virginidad. Así, se los terminó condenando como “destructores de la familia”, por presumiblemente condenar el casamiento y considerar pecado la procreación de hijos. Los hechos muestran que los albigenses se caracterizaban por tener muchos hijos. De hecho, llegaron a constituir más de un millón de fieles. Si terminaron considerando el celibato y la virginidad como superior, fue porque en una época intolerante como la que les tocó, aceptaron las declaraciones de Pablo en relación con el matrimonio (1 Cor 7:34-32,38). Pero establecieron el celibato únicamente para los predicadores del evangelio, pues tenían “un ministerio itinerante, y vivían en una pobreza absoluta” (Zurcher).

Difícilmente hubiesen podido los predicadores mal llamados cátaros, mantener una familia en tales condiciones adversas. Si se tiene en cuenta que la Inquisición borró del mapa a ese más de un millón de personas, en masacres espantosas de largo alcance, bajo pretexto de que destruían la familia, se hace realmente difícil concebir la seriedad de tal acusación. Más aún cuando tenemos en cuenta que el papado acababa de obligar a muchos sacerdotes casados a separarse de sus mujeres, exigiendo el celibato obligatorio para el ministerio, y lanzando cruzadas armadas con el propósito de aplastar a los muchos religiosos que no querían abandonar sus esposas y familias.

Esta acusación contra los “amigos de Dios” fue constantemente repetida durante el S. XX tanto por católicos como por protestantes en su esfuerzo por vincularlos con el dualismo antiguo y, como consecuencia, ni se preocuparon por entender el papel que jugó la mujer llamada despectivamente “cátara”. Hoy los feministas del S. XXI se sienten herederos de los “amigos de Dios” porque sus mujeres poseyeron una independencia y liderazgo que no poseían las mujeres en el entorno católico romano, ni siquiera en el entorno más cercano del norte de Francia.

El papel de las mujeres

“Un tema a menudo repetido en el catolicismo medieval” declaraba “que las mujeres eran fuentes de corrupción y carnalidad” (PH, 279). Para el año 1200, esa actitud negativa hacia la mujer condujo a la Iglesia Católica a alejarlas del altar, de la escuela, del cónclave o del concilio (PH, 40). Pero en este respecto, “el catarismo difirió radicalmente del credo mayoritario [de aquellos días] en su actitud hacia las mujeres”, en lo que terminó siendo interpretado como “una revolución matriarcal”. “El catarismo emigró al hogar, entretejiendo sus creencias profundamente dentro de la tela de la vida familiar de Languedoc [donde se hablaba la lengua occitana en el sur de la Francia medieval:  langue d’oc (mezcla de francés con catalán)].

“Las mujeres cátaras, contrariamente a los hombres, raramente viajaban para predicar. En su lugar establecían grupos de hogares para las hijas, viudas inclusive de la pequeña nobleza y de las clases artesanas. Las niñas iban a ser criadas y educadas en esos hogares para salir al mundo, casarse y criar niños que iban a llegar a ser también, inevitablemente, creyentes en la fe de sus madres” (41). Siendo que el liderazgo espiritual mal denominado por sus enemigos de Perfecto, también estuvo al alcance de las mujeres, muchas adoptaron esa vida de rigor tan pronto como llegaron a una edad mediana. Al mismo tiempo, y siendo que no tenían iglesias, los hogares que tales mujeres de Dios administraban se transformaban en el centro del culto que dirigían esas madres, y a donde solían venir los predicadores de las ciudades.

Es obvio que el tremendo éxito y crecimiento de los “amigos de Dios” se debió a ese culto del hogar, que se ampliaba hasta incluir otros hogares que encontraban en tales encuentros, verdadera fortaleza y solaz espiritual. En esa zona sur de Francia, en numerosos establecimientos fortificados, pasaron a constituir la tercera parte y hasta la mitad de la población, cuando no la mayoría según el lugar (43). Cuando el obispo Fulk de Tolosa (Toulouse), uno de los más enconados enemigos de los “amigos de Dios”, reprochó a un caballero católico por no castigar a los herejes, éste le replicó:  “No podemos. Hemos sido criados en su medio. Tenemos parientes entre ellos y los vemos vivir vidas de perfección”. Era demasiado pedir para cualquiera que aprehendiese a su madre, algo que explica, a su vez, el por qué hubo tanta resistencia en esa zona, aún por parte de los católicos, en aceptar las bulas papales que los condenaban a la hoguera (42).

Así, las mujeres llegaron a poseer un lugar honorable en la sociedad del Languedoc, algo que contrastaba tan grandemente con el papel que le daba la Iglesia Católica a la mujer. Los hogares que ellas administraban mantenían las puertas abiertas a todo el mundo, dándoles la bienvenida para escuchar la Palabra de Dios. Esos hogares no se transformaban en monasterios, sino en centros de labor tanto manual como espiritual. Esa vida doméstica, activa y práctica, evitaba a su vez que se diesen entre los “amigos de Dios”, los típicos cuentos milagrosos presuntamente inspiradores del medioevo, las visiones populares fantasmagóricas, las masacres y devastación de los opositores, así como todas las otras cosas negativas que acompañaban a las manifestaciones populares fomentadas por el catolicismo romano de la época (41-42).

También a diferencia del norte de Francia, donde toda la herencia pasaba al hijo mayor, entre los “amigos de Dios” del Languedoc se dio un sistema de partición de la herencia equitativo entre los hijos, y en donde las mujeres podían gozar de cierta independencia que no hubieran podido tener en las demás comunidades europeas. “Mujeres nobles fundaban, mantenían y conducían hogares cátaros”. Aún el conde Raymond Roger, cuando su esposa le pidió dedicarse exclusívamente, junto con otras tres mujeres nobles, a una vida plena de liderazgo espiritual recibiendo el rito de ordenación, el conde no se lo prohibió.

La pureza sexual en contextos de inmoralidad

Debe dejarse en claro que los “amigos de Dios” requerían pureza sexual. Condenaban la inmoralidad como el adulterio y la fornicación en una época relajada en donde la corrupción del sacerdocio católico, aún papal, estaba generalizado. El clero romano vendía para esa época indulgencias, los obispos vendían los óleos santos y las reliquias, y hasta se jugaban las penitencias a los dados. Otros abrían tabernas utilizando el alzacuello como muestra del establecimiento, las monjas organizaban fiestas y erraban de noche por las calles;  las órdenes religiosas, tanto masculinas como femeninas, tomaban amantes, etc. [E. Burman, Los secretos de la Inquisición. Historia y legado del Santo Oficio, desde Inocencio III a Juan Pablo II (Colección Enigmas del Cristianismo, Barcelona, 1988), 18].

“Esta era la hora más oscura del papado, cuando los pontífices se sucedían unos a otros con pasmosa frecuencia, y cuando papas y obispos habían llegado a ser señores feudales en cada intriga que se armaba”, reinando la corrupción “en los oficios más altos de la Iglesia” [J. L. González, The Story of Christianity (Harper San Francisco, NY, 1984), I, 279]. Muchos sacerdotes podían estar de acuerdo con Bernardo de Clairvaux, quien encontraba grandes dificultades para llegar a la santidad, al punto de reconocer que “estar siempre con una mujer y no tener relaciones sexuales con ella es más difícil que levantar un muerto” (PH, 40). De allí que, como ya vimos, muchos terminasen considerando a la mujer como fuente de corrupción.

En medio de un contexto tal, jamás podrá dejar de sorprender la manera de detectar la presunta herejía cátara que se dio en un incidente que tuvo lugar cerca de Rheims, cuando un clérigo llamado Gervasio de Tilbury que cabalgaba con el arzobispo y algunos señores prelados, encontró una joven bonita que trabajaba sola en una viña. Ralph de Coggeshall, el cronista, tocado por la “lasciva curiosidad de un hombre joven”, cuenta el episodio que le contó el clérigo una vez que llegó a ser canonista. El clérigo se dirigió a la joven y la saludó, preguntándole cortésmente de dónde venía, quiénes eran sus padres, y qué estaba haciendo ella sola allí. Luego de contemplar su belleza por un rato, le habló galantemente de los placeres de hacerse el amor. Ella se dio vuelta y le dijo que iba a permanecer siempre como una virgen. Ante la insistencia del clérigo, la joven insistió en que su cuerpo no debía corromperse. Gervasio trató de hacerla cambiar de parecer, con el intento de no recibir una negativa como respuesta. Los intentos de Gervasio atrajeron la atención del arzobispo que cabalgaba alrededor y que se escandalizó, no por la conducta inmoral del clérigo, sino por la fe de la joven. Ordenó arrestarla y la llevó a Rheims para interrogarla. La joven rehusó retractarse y, por consiguiente, fue quemada en la hoguera (PH, 275-276).

Lo que cuesta revertir una historia mentirosa

Es una lástima que O’Shea repite varias de las calumnias que levantaron los inquisidores contra los “amigos de Dios”, y que en algunas referencias al final del libro reconozca que fueron calumnias. A pesar de reconocer que fueron víctimas de muchas calumnias por parte de los inquisidores, considera que el registro de los inquisidores hoy disponible es de un “valor inestimable” (PH, 14). Así, continúa arrojando sobre ellos no sólo la calumnia dualista, sino de haber creído también que todo el Antiguo Testamento fue inspirado por el dios malo, ignorando que los “amigos de Dios” difundían la Biblia entera mientras que el papado la prohibía al pueblo para presuntamente evitar que éste la malinterpretase (PH, 56). También repite la calumnia de negar la encarnación del Hijo de Dios (PH, 24). ¿A qué se deberá esa contradicción? ¿Cómo resolver el testimonio contrastante entre los calumniadores y los calumniados? O dicho de otra manera, ¿a qué se debe dar más credibilidad, a una mentira oficial que logró imponerse a lo largo de los siglos a fuerza de la espada y la hoguera, o al testimonio mismo de los que fueron borrados de esa manera del mapa, y del cual unos pocos manuscritos parecen hoy querer reivindicar?

Una tentación es tirarse al medio, como parecen hacer de a momentos O’Shea y otros autores hoy, que los reconocen como auténticos “cristianos” medievales, pero dejan abierta la posibilidad de haber habido diferentes posiciones entre ellos. Otros se atienen a los pocos manuscritos que se salvaron y se descubrieron en tiempos recientes, para rechazar el testimonio de sus verdugos. Dan sobradas pruebas de las calumnias que se pueden probar, por ejemplo, en relación con el nombre y varias creencias falsas que les imputaron, así como otras falsas acusaciones hechas contra otros grupos y creencias. Todo eso les resulta suficiente como para negar también validez a todo lo que no coincide con esos pocos manuscritos.

Creo que el mayor problema se da en la dificultad que siempre aparece cuando debe revertirse la historia. Los que se acostumbran a hablar mal de otros no quieren, después, cambiar de opinión. Cuesta desprenderse de lo que se aprendió bien y se entendió bien acerca de otros, aunque falso. Roma hace valer aún su historia que pretende remontarla a dos mil años atrás. Una mentira, cuanto más tiempo se sostiene y logra enraizarse en la historia, como una planta que ha echado raíces, es más difícil erradicarla. Por tal razón, tanto los “amigos de Dios” de los S. XII y XIII, así como los Valdenses en la misma época y posteriormente los Protestantes y todos los disidentes del romanismo oficial, recurrieron a la Biblia como fuente de su legitimidad. Es la Biblia, la Revelación divina, la que debe ser usada para juzgar la historia posterior, y no a la inversa.

Pienso que como historiadores debemos resaltar lo que los “amigos de Dios” declararon en sus escritos, en respuesta a las calumnias que se les hacía. Sin necesidad de negar la posibilidad de que algunos hubiesen adoptado ciertas de las calumnias que se les imputaron, en lo que a nosotros se refiere, corresponderá destacar su creencia en la Palabra de Dios y en el testimonio de Jesucristo que llevaron en una época de intolerancia y opresión, ante un poder que “los vencía” (Dan 7:25; Apoc 13:5).

Fuera de sus propios testimonios, llama la atención lo que San Bernardo dijo de los calumniados “cátaros”. Cuando se dirigió en 1147 al sur de Francia para tratar de convertir a los albigenses al catolicismo romano, terminó diciendo de ellos que “sus costumbres son irreprochables, no hacen mal a nadie, ni comen su pan como perezosos, y profesan que el hombre debe vivir únicamente del trabajo… Si Uds. les preguntan por su fe, ella es totalmente cristiana;  si escuchan sus conversaciones, no hay nada que sea más inocente;  y sus actos están en armonía con sus palabras” (cf. Zurcher, 89).

Vegetarianismo

Otra manera más fácil de detectar el “catarismo” se dio, como en el caso de los judíos, por la dieta. Mientras que los judíos se distinguían en que no comían carne de cerdo, los “amigos de Dios” eran más fáciles de descubrir porque no comían carne, ni ningún otro producto derivado de un animal como el huevo, la leche y la manteca [H. A. L. Fisher, Historia de Europa (Ed. Sudamericana, Bs.As., 1958), I, 319]. Contrariamente a lo que se ha sugerido, los mal llamados cátaros no eran vegetarianos porque promovían el ascetismo, sino porque creían que la carne despierta la pasión sexual. Eso, sin embargo, no los llevó a dejar de procrear ni a atentar contra la perpetuación de la vida. En este respecto, muchos naturistas y vegetarianos han sentido también, en estos últimos años, que los “cátaros” fueron sus antecesores ideológicos, y se identifican con ellos en la vindicación de sus creencias culinarias.

La mayor denuncia de “los amigos de Dios”

Los “amigos de Dios” del medioevo no se contentaron con predicar el evangelio, sino que rechazaron y condenaron los dogmas de la Iglesia Católica Romana que no estaban de acuerdo con la Biblia. Como los protestantes poco tiempo después, atacaron la doctrina del purgatorio, las indulgencias y la adoración de los santos y de las reliquias o imágenes. Tampoco aceptaron la confesión auricular al sacerdote, el agua santa o bendita, la señal de la cruz, etc. No creían en el sacrificio de la misa, ni en la presencia real de Cristo en la hostia.

Por si fuera poco, estos cristianos calumniados como “cátaros”, declararon además, que las iglesias romanas eran “cuevas de ladrones”, “iglesias de lobos” (HP, 25), lo que concuerda perfectamente con lo que hoy nos describen los historiadores eclesiásticos aún católicos. Para ellos, los sacerdotes católicos eran “traidores, mentirosos e hipócritas” (Duran, 772; Le Goff, 169-173). “San Pedro nunca vino a Roma ni nunca fundó el papado”, por consiguiente, “negaron que la Iglesia [Católica] era la Iglesia de Cristo”. Los papas tampoco fueron sucesores de los apóstoles, sino de los emperadores.

La historia confirma el testimonio de los “amigos de Dios”

No era para menos. Hacía tan solo unas décadas atrás que el papa Gregorio VII había pronunciado la supremacía papal sobre todos los otros poderes. Esto, a su vez, había producido una permanente pelea y discusión entre reyes, obispos, cardenales, príncipes. Tres años después que los “amigos de Dios” se reunieron para aunar sus esfuerzos y creencias, Tomas Becket, el arzobispo de la Catedral de Canterbury, fue asesinado por desafiar las órdenes del rey Enrique II de Inglaterra de traer los sacerdotes fuera de la ley al juicio de las cortes seculares de su reino. A pesar de la consabida riqueza de ese arzobispo, el papa lo proclamó santo en 1173. Cuando el apóstata rey Enrique VIII ordenó violar su tumba en el S. XVI, se encontraron casi 5.000 onzas de oro.

La riqueza que ostentaba, además, el papado, era acompañada por una ampulosidad impresionante también de los arzobispos y obispos en diferentes partes de la cristiandad. Inocencio III aumentó más las ambiciones papales, pretendiendo gobernar “no solamente la iglesia universal sino también el mundo entero” (HP, 39). Según sus propias palabras, al asumir la tiara papal, él llegó a ser “más alto que el hombre, pero más bajo que Dios”. En un sermón declaró también, arrogante:  “Somos el sucesor del Príncipe de los Apóstoles, pero no su vicario, ni vicario de ningún hombre o apóstol, sino vicario de Jesucristo mismo” (HP, 33). La procesión que lo acompañó en su coronación repitió las escenas de aclamación de las multitudes que ovacionaban a los papas al ser coronados y pasar por los grandes lugares históricos de la Roma imperial (HP, 36-37).

¿Habría de extrañarnos que ante la negación rotunda de los despreciables “cátaros”, de ser el sucesor de Pedro y el Vicario de Cristo, ese papa y sus sucesores lanzasen contra ellos la maquinaria más infernal conocida hasta entonces para torturarlos, descuartizarlos, mutilarlos, y quemarlos en la hoguera, con todo tipo de infamia para justificar su crimen? ¿Habría de extrañarnos también, que en medio de un contexto tal, los autoconsiderados humildemente como “amigos de Dios” identificasen a la Iglesia de Roma con la ramera del Apocalipsis? “Resentidos por años de calumnias incendiarias con acusaciones de infanticidio y de llevar a cabo el beso obsceno” sobre el ano y los genitales de un gato, en un debate público que tuvieron con los teólogos católicos en 1207, Arnold Hot se refirió a la Iglesia Católica como a “la madre de las fornicaciones y abominaciones” de la tierra. “La Iglesia Romana es la iglesia del diablo y sus doctrinas son las de los demonios. Ella es la Babilonia a la que San Juan llamó madre de fornicaciones y abominaciones, ebria de la sangre de los santos y mártires... Nunca Cristo ni los apóstoles establecieron el orden existente de la misa” (PH, 281-282).

Los “amigos de Dios” denunciaron también con osadía la violencia y falta de cristianismo de los inquisidores y prelados papales. En los escritos que se encontraron en el S. XX y que se han dado a conocer en años recientes, declararon que “Jesucristo, el Hijo fiel de nuestro Creador, no enseñó a los que siguen su ley a exterminar a sus enemigos en este mundo temporal:  al contrario, les ordenó hacer el bien, ... cómo deben perdonar a los que los persiguen y los calumnian, orar por ellos, hacerles el bien, jamás resistirlos por la violencia...” (C. Thouzellier, Le Livre des Deux Principes, 349-351). Debido a esa convicción tan arraigada en los evangelios, fueron presa fácil de las cruzadas papales contra ellos. Hoy los “pacifistas” modernos se sienten también herederos de los mal llamados “cátaros”, y emulan su carácter noble y benigno (PH, 16).

Austeridad y pobreza de los predicadores

En contraste con la opulencia y pomposidad del clero romano de la época, la vida de los predicadores ordenados mal llamados “Perfectos herejes” por Roma, era sacrificada y austera. Por 1150 se los podía ver caminando en pares por los ríos y senderos del Languedoc, con una correa delgada de cuero alrededor de la cintura de sus ropas negras. Establecían negocios en las ciudades y aldeas, a menudo como tejedores. No eran monjes mendicantes. Se los conocía por su trabajo arduo y honesto. No pedían nada, ni limosnas ni mantenimiento. Lo único que buscaban era oyentes.

Hasta donde sepamos, el único rito que practicaban era el consolamentum, por el cual el creyente común pasaba a ser ordenado para otorgar el “consuelo” a otros antes de dejar esta vida, algo equivalente a la extrema unción. Los que así eran ordenados, podían además bautizar y ordenar a otros al ministerio.

En una generación estos humildes y sacrificados predicadores lograron convertir a miles. Aunque estuvieron grandemente representados por toda Europa, lograron afincarse con mayor fuerza en el Languedoc (PH, 20). Raynier, un exministro ordenado de los “amigos de Dios” declaró que había unos 2.550 predicadores (mal llamados Perfectos) hacia el final de la primera mitad del S. XIII solamente en Lombardía y Toscana. En el sur de Francia—para entonces ya se habían dado las grandes masacres de los cruzados contra numerosas poblaciones del Languedoc, quedaban unos 200 predicadores [B. Hamilton, The Medieval Inquisition (New York, 1981), 78]. “Los creyentes”, sin embargo, sobrepasaban en forma abrumadora a los pocos santos a los que la iglesia iba a tildar más tarde de “Perfectos herejes” (HP, 21). “Mientras que pocos iban a tener suficiente resistencia física como para vivir como predicadores ordenados, los denominados despectivamente como “credentes” se contaban por miles” (HP, 28).

La vida honesta, que desdeñaba todo afán de lucro y de explotación de los fieles, contrastaba grandemente con el clero corrompido de la época que vivía en el lujo y el despilfarro. En su no fingida pobreza, los “amigos de Dios” presumían representar al Hijo de Dios quien no tuvo cuevas como los zorros, ni nidos como las aves, y anduvo caminando por los senderos de Palestina predicando el reino de Dios sin tener dónde reclinar su sien. El poder de su predicación fue tan poderoso que el papa Inocencio III se angustió y temió por el destino de la Iglesia Romana, y la extensión que podría tomar la rebelión contra su pretendida supremacía sobre pueblos y reinos.

El fracaso del papa y de los monjes que fueron con la intención de convertirlos se vio patente en 1204, luego del debate que se llevó a cabo entre los “amigos de Dios” y los católicos en Carcasona. Ese debate se dio por la negativa de los príncipes del sur de Francia en condenarlos. Aún así, los gobernantes y señores de Carcasona fueron forzados a jurar fidelidad a la Iglesia, so pena de excomunicación inmediata. El debate contó con un jurado compuesto por 13 “cátaros” y 13 católicos. Al concluir, los prelados papales conminaron a los “amigos de Dios” a obedecer a Roma en forma incuestionable, destacando la bondad de la sumisión y la necesidad de una autoridad absoluta. Esa forma autoritaria de concluir el debate no iba a caer bien, por supuesto, en el Languedoc, sobre un pueblo que se había acostumbrado a vivir en libertad. Por tal razón, los tres monjes cistercienses que lideraron el debate de parte del catolicismo romano, concluyeron en Montpelier, en la primavera de 1206, que su gestión había fracasado (PH, 59).

El recurso papal para “salvar la Iglesia católica”

Estamos ya a fines del S. XII y comienzos del XIII. Era la famosa época de las cruzadas que el papado había lanzado para recuperar los santos sepulcros y tomar posesión no sólo de la Europa Occidental, sino también de la Oriental apoderándose de Constantinopla. Los musulmanes, por otro lado, habían ocupado la mayor parte del sur de España y venían avanzando hacia el norte. No era sabio, pues, deshacerse de tantos príncipes nobles en el sur de Francia por el hecho de que no combatían la herejía.  Esa región del sur era, además, pacífica y feudal, esto es, no pertenecía ni a España ni a Francia, ya que tales reinos no existían todavía en la dimensión que tendrían después. Por tal razón, los reyes y príncipes del norte de Francia no encontraban pretextos para iniciar guerras contra ellos. Tanto el rey de Francia como los demás reyes del norte tenían ya demasiadas reyertas entre ellos. ¿Qué razón había de agregarse más problemas con los príncipes más pacíficos y tranquilos del sur, con quienes se llevaban bien? ¡Qué no decir también de los gastos incurridos en las cruzadas papales contra los musulmanes en oriente!

Algunos príncipes del Languedoc estaban emparentados no solamente con otros príncipes de España sino también con el rey de Inglaterra. Este último país tenía intereses creados también en esa zona. Era mejor no meterse allí no sea que se levantasen guerras de mayor alcance. Por tal razón, los “amigos de Dios” y otros grupos religiosos podían prosperar sin mayores impedimentos, siempre y cuando siguiesen contando con el apoyo o libertad que les daban los condes y príncipes del sur.

Por varios años estuvo el papa Inocencio III procurando infructuosamente que los reyes y nobles del norte de Francia invadiesen el Languedoc para extirpar la herejía, ya que los príncipes y nobles locales se negaban a hacerlo. Vio, por consiguiente, que para poder acabar con los cientos de miles que se convertían a la fe de tantos disidentes de la fe católica, no alcanzaba con recurrir únicamente a las cruzadas para exterminarlos. Debía encontrar también gente que hiciera como los “amigos de Dios”, los patarios u “Hombres pobres de Lión”, los valdenses y demás seguidores de la Biblia, esto es, vivir en pobreza, para mostrar que la Iglesia Católica también tenía gente que renunciaba a los bienes de este mundo para predicar la fe católica. Bajo tal representación, ¿qué razón habría para una fe diferente a la Iglesia tradicional, que contaba con el respaldo de tantos siglos de preeminencia?

Es en ese entonces que aparecen dos personajes ibéricos que darían lugar a las dos órdenes religiosas mendicantes más significativas del medioevo, Domingo de Guzmán y Francisco de Asís. El primero quedó impresionado, al pasar por el Languedoc, por el efecto que producía esa vida tan consagrada y sin fingimiento de los predicadores ordenados a los que quería combatir. Se dio cuenta que para poder tener algún éxito entre ellos, debía procurar hacer algo parecido. Pero por más que, según las fuentes católicas, logró con el tiempo ganarse una fama equivalente a la de los “amigos de Dios” adoptando una vida austera semejante a la de ellos, se sabe que no logró muchas conversiones. Por tal razón, el papa Inocencio III y los papas sucesivos no se contentaron con facultarlos para predicar, sino que les dieron la orden adicional de acabar con todos los disidentes de Roma. Las dos órdenes monacales que fingirían pobreza esconderían propósitos asesinos con el pretexto de salvar su iglesia o, mejor dicho, la institución plenipotenciaria del papado.

Cuando Francisco de Asís llegó a Roma, el papa ordenó que se bañase antes de verlo, lo que revela la clase de pobreza harapienta que ostentaba o se buscaba ponderar. ¡Como si la higiene pudiese ser excluida del evangelio! (1 Cor 14:40). No tardó mucho el papa en captar, astutamente, cuánto le convenía una orden que asumiera criterios tales de pobreza. Los que tienen acceso a internet, pueden invocar en Google, bajo la sección “images”, el nombre de “Innocent III”, y verán cuadros pintados de Inocencio III en su cama mirando en un presunto sueño que habría tenido, a San Francisco de Asís, sosteniendo una iglesia que se cae.

Inocencio III no vio a Cristo salvando a la Iglesia, sino a ese monje que iba a tratar de contrarrestar con un ministerio itinerante de pobreza semejante, el contraste que se veía entre la riqueza de los prelados católicos y la pobreza de los predicadores de la Biblia. En lugar de convertir y limpiar al papado y a la curia romana de la pompa y ostentación de riquezas, Inocencio III pensó que iba a ser suficiente con disponer de gente que se dedicara a vivir sin lujos dentro de la Iglesia, manteniendo así dos entidades paralelas—una rica y arrogante y otra pobre y mendicante—que no se confrontasen entre sí. Su único objetivo era usar la pobreza dentro del catolicismo romano como excusa para frenar el avance de los despreciables “cátaros”. A diferencia de los “amigos de Dios”, los dominicanos y franciscanos iban a ser órdenes mendicantes, esto es, se mantendrían en la ociosidad pidiendo limosnas para sobrevivir.

Como ninguno de los dos “zelotes” ibéricos tuvo real éxito tampoco entre los “amigos de Dios”, Inocencio III y sus sucesores decidieron usar sus órdenes como medio de exterminio. Fue entonces que nacieron los tribunales de la Inquisición. A partir de ese momento y durante cerca de setecientos años, los dominicos y los franciscanos iban a usar los peores métodos de tortura conocidos hasta entonces para extirpar la herejía. Por supuesto, la pobreza que asumían iba a ser olvidada al poco tiempo y muchos frailes iban a codiciar la riqueza de sus contemporáneos. Muchos nobles iban a terminar en la hoguera con calumnias que estas órdenes levantarían con el propósito de quedarse con todas sus propiedades (véase A. R. Treiyer, Los Apologistas de la Inquisición y el Nunca Más [2001], en www.tagnet.org/distinctivemessages).

¿Una corona de martirio más grande?

En medio del fragor de las cruzadas contra los “amigos de Dios”, cuenta la leyenda que “un grupo de campesinos herejes interceptaron a Domingo en medio de un campo y le preguntaron qué haría si lo atacaban. La famosa réplica de Domingo fue:  “Les rogaría que no me maten de un solo garrotazo, sino que me desgarren miembro por miembro para prolongar mi martirio;  quisiera ser como un mero tronco sin ramas, con los ojos arrancados, revolcarme en mi propia sangre, para poder con eso ganar una corona de martirio más digna”. Los campesinos no le hicieron nada, a pesar de ser tan cruelmente perseguidos por el “santo” y la iglesia a la que representaba.

Si Domingo dijo eso o no, no interesa elucidarlo aquí. Lo que tiene valor es la leyenda en sí, que revela la clase de “cristianismo” que se pretendía inculcar con su orden. ¿Nos imaginamos a Jesús diciéndole eso a Anás y a Caifás, o a Pilato? ¡No, por favor! La nobleza del Hijo de Dios nunca debía verse manchada con semejante temeridad y celo fanático. Aunque todos los apóstoles del Señor murieron como mártires (con excepción de Juan), tampoco ninguno de ellos anheló jamás sufrir peor para ganar más méritos. Cuando la sentencia cayó sobre Pedro para morir crucificado, pidió a sus verdugos que lo crucificaran cabeza abajo no para ganar una corona más digna de martirio, sino porque se sentía indigno de morir como su Señor. Ellos no buscaban sufrir por causa del evangelio. Los sufrimientos que tuvieran que sobrellevar por dar el testimonio de Dios los dejaban con el Señor, para que él decidiese sobre sus vidas según mejor le pareciese (1 Ped 4:19; cf. Juan 19:11).

La presunta pretensión de buscar ganar una corona mayor mediante un martirio salvaje esconde, en realidad, un celo fanático y asesino, tan extraño al evangelio de Jesucristo. No es humildad sino soberbia lo que se oculta, el deseo de controlar todo lo que respecta a esta vida, sin dar lugar a la Providencia. Como la historia lo probó vez tras vez a través de los seguidores de Santo Domingo, el deseo que acariciaron fue el de exterminar de esa manera a los que se opusiesen a sus prédicas y no acatasen sus amenazas arrogantes y despóticas.

Alcances de la opresión romana

La furia y consternación de los prelados papales en el Languedoc, era que los mismos católicos se habían acostumbrado a convivir con los “amigos de Dios” sin que les causase repulsión. Los emisarios de Roma no encontraban apoyo ni siquiera entre la población católica en su misión de exterminio, porque todo el mundo había aprendido a vivir en libertad. Aún muchos que eran perseguidos no como despreciables “cátaros” por la intolerancia de los reinos del norte, buscaban escapar al sur de Francia porque sabían que allí no se levantaría la espada contra ellos.

En vista de la negligencia tanto de muchos sacerdotes y príncipes del Languedoc, como de la gente en general para expulsar y exterminar a los enemigos de Roma, las medidas papales no se contentaron con condenar a los “amigos de Dios”, sino también a todo aquel que, aún siendo católico, se negase a delatarlos y acabar con ellos. Ya en 1200, Inocencio III decretó la confiscación de bienes de los herejes que pasarían a sus perseguidores. Aún miembros de familia intachables serían desheredados. Pero dada la reticencia de las poblaciones católicas de la época en acabar de una manera tan anticristiana con los herejes, emitió el mismo decreto para con las propiedades de los católicos que rehusasen cazar a los herejes. Con criterios semejantes provenientes del papa mismo, no tuvo reparos el prelado papal en declarar, ante la ciudad de Albi, que los cruzados matasen a todos, sin prestar atención a si había católicos en su medio, ya que Dios haría la diferencia después.

Nadie hizo caso al decreto papal en el Languedoc. Por tal razón, el papa volvió a insistir, vez tras vez, ante el rey de Francia para que esta vez, llamase a una cruzada contra los principados del sur. Para ello buscó fomentar la ambición del rey, en ese entonces Felipe Augusto de Francia. Le escribió varias cartas en 1204, 1205 y 1207 prometiéndole todo el Languedoc si se levantaba en armas para poner la tierra bajo la espada (PH, 57). En esto no hacía otra cosa que cumplir a la perfección con la anticipación profética que declaraba que el papado “colmará de honores a quienes lo reconozcan, dándoles dominio sobre muchos, y les repartirá la tierra como recompensa” (Dan 11:39).

Los principios de la libertad practicados en el Languedoc

La negativa de los príncipes y de las poblaciones en el Languedoc en perseguir a los “amigos de Dios” es una prueba más, de entre tantas otras, de que los tribunales de la Inquisición no gozaron de popularidad, como sus apologistas modernos han pretendido hacérnoslo creer. También prueba que la crueldad papal no era el producto de la época, sino que fue el papado el responsable de generar tal época despótica y cruel que se extendió por todo el resto de la Edad Media, hasta que los tiempos modernos llegaron con su condena definida a ese terrorismo de Iglesia.

Los “amigos de Dios” no solamente eran pacíficos, sino tolerantes y amantes de la libertad. Esto contrastaba también enormemente con la actitud intolerante del papado y de sus prelados. Uno de esos contrastes se vio al poco tiempo cuando los príncipes del Languedoc prohibieron celebrar la tradición de “golpear a un judío” en una plaza pública durante la pascua. Esto sucedió hacia fines del S. XII. El clero romano protestó por esa prohibición debido a que ese acto público de crueldad formaba parte de la tradición católico-romana en muchos lugares de Europa. Pero nadie le hizo caso (PH, 53).

Mientras que la política de la iglesia católica era forzar al ostracismo a toda comunidad judía, bramaba más fuerte la Iglesia Católica cuando se permitía poseer propiedades a los no cristianos, y/u ocupar cargos públicos. Pero en Bézier, el jefe magistrado del señorío de los Trencavel (simpatizantes de los “amigos de Dios”), era un judío llamado Simón. En Narbona, ciudad que mantenía una escuela talmúdica y varias sinagogas, había judíos comerciantes en sus alrededores que poseían viñas y empleaban a campesinos cristianos para trabajar la tierra. Esto violaba abiertamente la prohibición de la Iglesia Católica que no aceptaba que los judíos tuviesen alguna autoridad sobre los cristianos (PH, 53). Por tal razón, la lista de ofensas que trajo más tarde el prelado papal contra Raymond, el conde de Tolosa, incluía no solamente su apoyo a los despectivamente llamados “cátaros”, sino también el hecho de que otorgaba cargos públicos a los judíos (HP, 68).

En 1247 un “amigo de Dios” llamado Pedro García, que era cónsul y exitoso cambiador de dinero, comenzó a reunirse con un pariente suyo que era fraile franciscano, para discutir temas relacionados a la fe de ambos. Para ese entonces, se había extirpado y destruido la mayor parte de los “amigos de Dios” del sur de Francia. Esas conversaciones entre esos dos parientes, iban a ser secretas, en un cuarto de la casa del franciscano, ya que para entonces no se podía tener debates públicos. Lo que Pedro García no captaba del todo es que la traición en el Languedoc se había transformado ya en virtud, aun dentro de una misma familia. Cuatro frailes fueron tomando nota de lo que discutían en una galería del cuarto. La intención era encontrar pruebas para poder condenarlo, cosa que hicieron luego.

Según las notas de tales frailes escondidos, Pedro García creía que “la justicia no puede condenar a un hombre a muerte. Un oficial que juzga a alguien como hereje y lo mata es un asesino. Dios no quiere una justicia de sentencias de muerte. No es justo ir a una cruzada... contra los sarracenos, o contra una ciudad como Montsegur que se oponía a la Iglesia... Los predicadores de las cruzadas son criminales” (PH, 223). Estas convicciones estaban en perfecta consonancia con la atmósfera que había rodeado todo el Languedoc. Por tal razón, los maltratados cátaros de hace ocho siglos atrás son hoy vindicados también por muchos nacionalistas en la misma Francia, que no quieren intervenciones extranjeras, ni influencias americanas (PH, 16).

El mismo intendente municipal de Tolosa (Toulouse), Dominique Baudis, un entusiasta de la historia cátara, escribió en 1996 una novela titulada Raimond “le Cathare”, que fue muy bien recibida en los círculos neo-cátaros. Uno de esos grupos con base en Tolosa, llamado “La Flamme cathare” (La Llama cátara), hizo circular una petición al papa Juan Pablo II titulado Manifeste pour la Réconciliation, en donde le pedía venir a la iglesia de San Sernín en el año 2000 para pedir disculpas al Languedoc por los crímenes de sus predecesores. La primera firma de la petición fue la del intendente Baudis. Pero el papa nunca vino. En su lugar, honró la memoria del papa Inocencio III.

¿Adelantados para la época?

O’Shea cree, como otros historiadores, que los principios de libertad que poseían los despreciados “cátaros” estaban adelantados para su época. Pero esos principios de libertad existen desde mucho antes que los “amigos de Dios” los predicaran durante los S. XII y XIII de nuestra era. Esto es lo que no parecen saber o querer entender muchos historiadores. La Biblia misma constituye la más grande Carta Magna de la libertad, razón por la cual fue tan salvajemente suprimida por la Iglesia papal durante toda la Edad Media. Los principios de la libertad se encuentran en el evangelio, y todo el que ponga la Biblia como única regla de fe y conducta, reflejará los mismos principios. De allí el contraste tan grande entre la opresión despiadada de Roma que pretendía estar por encima de reinos y súbditos en todo el mundo, y la libertad de pensamiento y acción que se vivía en donde los “amigos de Dios” habían logrado ejercer mayor influencia.

El Dios de la Biblia reconoció que por causa del pecado, se producen males aún en medio de su pueblo, y decretó que cada siete años, y más completamente cada cincuenta años, se pregonase libertad por toda la tierra (Lev 25:9-10). Jesús comenzó su ministerio, conforme a la profecía de Isaías, pregonando “libertad para los cautivos” del pecado (Isa 61:1; Luc 4:18). Insistió más tarde ante los altivos fariseos que su misión en la tierra era traer verdadera “libertad” (Juan 8:36). El es la verdad, y los que conocen y practican la verdad son libres (Juan 8:32).

Como los reformadores protestantes tres siglos después, los “amigos de Dios” buscaron defender el principio de la libertad de conciencia. Ya Pablo había dejado consignada una pregunta:  “¿por qué ha de ser juzgada mi libertad por otra conciencia?” (Rom 10:29). El sabía que en la verdadera conversión hay libertad, “porque donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Cor 3:17). “Vosotros, hermanos”, dijo a los gálatas, “habéis sido llamados a ser libres” no para satisfacer la carne, sino sirviendo “los unos a los otros con amor” (Gál 5:13). “Manteneos, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos libertó, y no os dejéis oprimir de nuevo bajo el yugo  de esclavitud” (Gál 5:1).

¿Cuál fue la historia de Francia que forjaron esas dos órdenes mendicantes que debían depender únicamente del papado romano? “Un fanatismo ciego e inexorable echó de su suelo a todos los que enseñaban la virtud, a los campeones del orden y a los honrados defensores del trono;  dijo a los que hubieran podido dar a su país ‘renombre y gloria’:  Escoged entre la hoguera o el destierro. Al fin la ruina del estado fue completa;  ya no quedaba en el país conciencia que proscribir, religión que arrastrar a la hoguera ni patriotismo que desterrar’ (Wylie, lib. 13, cap 20). Todo lo cual dio por resultado la Revolución [anticlerical y atea] con todos sus horrores” (CS, 322).

“Valiéndose Roma de la ambición de los reyes y de las clases dominantes, había ejercido su influencia para sujetar al pueblo en la esclavitud, pues comprendía que de ese modo el estado se debilitaría y ella podría dominar completamente gobiernos y súbditos. Por su previsora política advirtió que para esclavizar eficazmente a los hombres necesitaba subyugar sus almas y que el medio más seguro para evitar que escapasen de su dominio era convertirlos en seres impropios para la libertad...” (CS, 324). “El Evangelio hubiera dado a Francia la solución de estos problemas políticos y sociales que los propósitos de su clero, de su rey y de sus gobernantes frustraron, y que arrastraron finalmente a la nación entera a la anarquía y a la ruina...” (CS, 322-323).

Primera cruzada contra los “amigos de Dios”

Los “amigos de Dios” habían estado siendo quemados en grandes cantidades en Alemania y en otros lugares. Las amenazas papales para el sur de Francia, sin embargo, eran letra muerta y los católicos se veían obligados a enfrentar discusiones y debates públicos. Finalmente Pedro de Castelnau, monje cisterciense y legado papal para el Languedoc, perdió la paciencia y, en lugar de llamar a mercenarios como antes para ataques privados, ordenó  a la nobleza inferior, en la primavera de 1207, perseguir a los herejes. El conde Raymond de Tolosa, el hombre más fuerte del Languedoc, rehusó y Pedro de Castelnau lo excomulgó en forma inmediata en una convocación pública. Sus palabras contra el conde fueron:  “El que te quite las posesiones será considerado virtuoso, y el que te hiera de muerte ganará una bendición” (PH, 65). El conde prometió entonces cumplir con esa obligación sin tener, sin embargo, la más mínima intención de castigar a su propio pueblo. En agosto de ese año era perdonado.

Pasó el verano y llegó el otoño sin que se diese ningún cambio, razón por la cual fue excomulgado otra vez. La Iglesia invitó esta vez a toda Europa a apoderarse de todo lo que le pertenecía al conde con la bendición del papa. Se lo acusaba de robar propiedades de la Iglesia, ofender a los obispos, ultrajar a los abades, usar mercenarios, dar cargos públicos a los judíos y apoyar a los despreciables cátaros. Raymond trató de negociar de nuevo pero, según la correspondencia de Inocencio III, tales negociaciones no condujeron a ningún lado. Según el papa, Raymond habría terminado amenazando al legado papal físicamente (una impaciencia semejante a la del rey Enrique II de Inglaterra para con el arzobispo Becket que se oponía al juicio secular del clero requerido por el rey).

Pedro de Castelnau se dirigió entonces a Roma con su gente para llevar el informe de lo sucedido, pero un desconocido lo alcanzó y lo asesinó en el camino. La Iglesia acusó a Raymond de asesinato, pero éste siempre negó haber tenido algo que ver con el crimen. El 10 de mayo de 1208 Inocencio III volvió a llamar a una cruzada del norte de Europa contra los príncipes de Languedoc. Para tal prédica comisionó al “iracundo” Arnoldo Amaury, jefe de la orden monacal cisterciense y plenipotenciario papal en Languedoc, y a Fulk de Marsella, obispo de Tolosa, ambos fanáticos perseguidores de los “amigos de Dios”.

Amaury y Fulk fueron por toda Europa pidiendo apoyo para tal cruzada, pero ningún rey ni emperador quería iniciar una guerra contra gente con la cual no tenían confrontación alguna. Además, si los príncipes del sur se unían, los del norte corrían el riesgo de debilitarse y perder terreno en sus permanentes querellas entre ellos. Ya hacía casi diez años que el papa había estado solicitando tal cruzada (PH, 78). Ahora había llegado el momento para la iglesia de insistir interminablemente hasta lograr sus objetivos. Por todo ese año la insistencia de estos dos prelados papales se hizo sentir, hasta que el rey Felipe Augusto de Francia cedió.

Decenas de miles acompañaron a los más poderosos hombres del rey en su marcha macabra hacia el sur, mientras Raymond aceptaba la humillación de ser azotado con la espalda desnuda y en público, ante veinte obispos, y juraba sobre las reliquias sagradas su permanente obediencia al papa y a sus legados (PH, 67-68). Raymond debía renunciar también a todo derecho sobre cualquier aspecto religioso en sus dominios, entregar siete de sus castillos, permitir ser juzgado por los legados papales sobre cualquier queja contra él, disculparse ante todos los obispos y abades que había ofendido, retirar de su cargo a todo judío, y tratar como herejes a todos los que fuesen designados como tales por la Iglesia Católica (PH, 69). Antes de dejarlo libre, lo hicieron comparecer todavía con la espalda desnuda y azotada “frente a la tumba del bendito mártir [Pedro de Castelnau] a quien él”, según el cronista católico, “había asesinado”. Pero todo lo que buscaba Raymond era asegurarse de que los cruzados que venían del norte no tocasen sus dominios. En lo demás, especialmente en lo que tocaba a su aversión a la persecución, permanecía inalterable (PH, 70).

La cruzada traía consigo la peor clase de gente. Desde bandoleros forajidos hasta saqueadores de a pie, amén de la masa ingobernable de aventureros que no tenía nada que perder y que solía nombrar un “rey” de entre ellos para determinar quién iba a robar los bienes que encontrasen en los cadáveres de los enemigos y quién pagaría a las prostitutas. Así, “la cruzada iba a desplegar una doble moral”. Al mismo tiempo, se prometía a los cruzados “una remisión completa de sus pecados, una moratoria de sus deudas, y una transferencia de los fondos de la Iglesia a sus bolsillos” (PH, 72).

Para hacerse una idea de lo que le esperaba al pobre Languedoc, una cruzada semejante había sido requerida por Inocencio III para reconquistar Jerusalén. Al pasar por Constantinopla en 1204, esa gente se dedicó a la orgía y a la rapiña por tres días y noches. El vandalismo que caracterizó a tales cruzados destruyó más obras de arte y tesoros culturales que en cualquiera otra ocasión en todo el milenio. “Dondequiera se juntase una masa de gente con la intención de ejecutar actos de violencia y a la que se le asegurase la salvación, los neutrales sabían que tenían que salirse del camino”. Los judíos eran degollados mientras se dirigían a castigar a los infieles. “El que tenía a Dios de su lado era descaradamente diabólico” (PH, 73).

Raymond pidió al prelado papal, Amaury, unirse a la “santa causa”. Este consultó al papa dudando de los verdaderos propósitos del conde. Les pareció que el único interés de Raymond era cuidar que no tocasen su territorio, ya que él no era el único Señor del Languedoc. Inocencio III respondió a su prelado de la siguiente manera:  “Sé sabio y esconde tus intenciones; déjalo solo primero, para atacar a los que son abiertamente rebeldes. No será fácil aplastar a los adherentes del anticristo [que para el papa eran todos los que se oponían abiertamente a sus ambiciones temporales arrogantes y blasfemas] si les permitimos unirse en una defensa común. Por otro lado, nada será más fácil que aplastarlos si el conde no los ayuda. Tal vez la contemplación del desastre realmente lo reforme. Pero si persiste en sus planes malvados, cuando quede aislado y apoyado únicamente por sus propias fuerzas, podremos derrotarlo sin demasiada dificultad” (PH, 74).

Primeras masacres

Raymond Roger Trencavel, el conde de Albi, Carcasona, Béziers y las tierras de alrededor, para entonces de 24 años de edad, había propuesto en 1209 al conde Raymond de Tolosa, formar una liga para defenderse de los ejércitos del norte. Pero Raymond era más diplomático y buscó eludir el compromiso. Cuando la cruzada franco-católica llegó al sur, y Raymond Roger Trencavel se enteró de su magnitud, intentó hacer lo mismo que Raymond de Tolosa prometiendo perseguir a los herejes. Pero el prelado papal, Amaury, no aceptó porque no quiso perder esa oportunidad que les había sido tan difícil de conseguir, de unir el norte de Francia en una cruzada contra el Languedoc.

El obispo de Bézier, que formaba parte de la cruzada, vino de Montpelier con una lista de 222 nombres de “Perfectos Cátaros” de la ciudad, esto es, predicadores ordenados. La ciudad de Bézier debía entregarlos inmediatamente, o de lo contrario los cruzados llegarían al día siguiente. La respuesta de la ciudad fue:  “Preferimos morir ahogados en un mar salado antes que cambiar nuestro gobierno”. Mientras Raymond Roger cabalgó por otras ciudades escoltado por judíos para tratar de formar un ejército con el que hacer frente a los cruzados (PH, 80), doce jóvenes de la ciudad de Bézier se envalentonaron y abrieron uno de los portones de la ciudad amurallada para atacar por sorpresa a algunos cruzados. El tiro les salió mal y por allí lograron meterse cada vez más y más cruzados hasta hacer caer la ciudad amurallada que parecía casi inexpugnable, en una masacre espantosa.

El prelado papal, Arnold Amaury, dijo la famosa frase entonces:  “Mátenlos a todos. Dios conoce a los suyos”. De hecho, no hay registro alguno que presente al prelado papal ni a los sacerdotes tratando de detener la masacre. Todos sus habitantes, “amigos de Dios” y católicos, fueron muertos, aún los miles que buscaron refugio en la iglesia. La máxima representación papal, Amaury, le escribió con orgullo al papa:  “cerca de 20.000 de los habitantes de la ciudad fueron muertos a espada, sin consideración de la edad ni del sexo. Las obras de la venganza divina han sido maravillosas” (PH, 87).

La siguiente ciudad en caer fue Carcasona, donde se atrincheró Raymond Roger Trencavel y donde buscaron refugio unas 40.000 personas. Lo que llama la atención es que el rey católico Pedro II del reino unificado de Aragón y el condado de Barcelona, hubiese venido para interceder a favor de su vasallo Raymond Roger y evitar la masacre. Pedro II era todo un héroe en la lucha contra los moros, y respetado por el mismo papa por esa misma razón. Nadie ponía en tela de juicio su ortodoxia católica. Pero su mediación no pudo lograr más que la promesa de dejarlo ir libre entregando la ciudad a discreción de los cruzados. Raymond Roger no aceptó, declarando que prefería ser despellejado vivo antes que entregar a su gente. La intercesión de Pedro II el católico reveló, sin embargo, lo que confirmó más tarde al unirse con los príncipes del Languedoc contra una segunda cruzada de envergadura. Que no estaba de acuerdo con la beligerancia y crueldad del papado romano (PH, 94).

Contra todo lo que aún insisten los apologistas de la Inquisición, ese carácter forajido y salvaje que provenía de Roma no era el producto de la época, sino del corazón del anticristo romano, el papado mismo. Antes que cayese la ciudad se prometió al vizconde Raymond Roger un salvoconducto para negociar la rendición con los “nobles” de Francia que habían dirigido la cruzada. Pero apenas salió el vizconde de la ciudad amurallada lo apresaron y nunca más quedó libre. Tres meses después se lo encontró muerto en su celda. El prelado papal, agradecido, otorgó todas las propiedades y castillos de los Trencavel a Simon de Montfort, el héroe de los cruzados.

Maldad y crueldad posteriores

Los cruzados volvieron entonces al norte. Simon de Montfort intentó tomar Cabaret, otra ciudad amurallada, con los hombres que quedaron a su disposición. Pero no pudo vencer la resistencia. Desde allí se fue fortificando la rebelión, y las fuerzas francesas perdieron cuarenta de los cientos de castillos que habían sometido durante la cruzada y masacre de Béziers. Pero entonces llegaron en fila india unos 100 hombres enviados por Simon de Montfort a Cabaret. Todos estaban ciegos, sus ojos les habían sido quitados, sus narices y labios superiores cortados, parecían cráneos ambulantes guiados por el único a quien le habían dejado un ojo para poder guiarlos.

Era ya el año 1210. Simon de Montfort, el hombre y héroe de Roma, había comenzado su trabajo de exterminio. (PH, 106). El papa llamaba a los cruzados año tras año, y siempre descendía gente del norte buscando el perdón de los pecados y la salvación tan generosamente ofrecidos por el papa con tal que apoyasen la obra de destrucción que Simon de Montfort llevaba a cabo en el sur. Los campesinos y gente sencilla e incapaz de hacer daño debían huir de las pequeñas ciudades porque los cruzados destruían las viñas, quemaban las cosechas y robaban todo lo que encontraban en el camino. Simon de Montfort instituyó, además, un impuesto destinado al papa, con lo que se fue ganando más y más enemigos.

Cuando la ciudad de Minerva no podía soportar más la carencia de agua, Amaury, el prelado papal aceptó los términos de la capitulación que consistían en no destruir sus habitantes, pero a condición de que todos jurasen fidelidad a la Iglesia Católica y abandonasen toda otra fe. Cuando los peregrinos que habían venido del norte para pelear contra Minerva se quejaron porque habían sido comisionados para acabar con los herejes, el prelado papal y Simon de Montfort los calmaron diciendo que no se preocupasen, que muy pocos se harían católicos. Ninguno de los 140 predicadores de los “amigos de Dios” aceptó jurar aceptar la religión católica. Uno de ellos respondió al sacerdote:  “Ni la muerte ni la vida puede arrancarnos de la fe por la que estamos unidos”. Era el 22 de Julio, nuevamente la Fiesta de Santa María Magdalena, que festejó la quema de los 140 predicadores “cátaros”, la primera de las muchas grandes hogueras colectivas que se iban a prender para exterminar a los “amigos de Dios”.

Nuevamente excomulgado

Arnold Amaury, el prelado papal, con la sangre en el ojo todavía, volvió a la carga al poco tiempo contra el diplomático conde Raymond de Tolosa. Volvió a excomulgarlo por no deshacerse de los judíos que ocupaban altos cargos en su gobierno, ni expulsar a los “amigos de Dios”. Más aún, puso en entredicho a la ciudad de Tolosa, con lo que los católicos no podrían tener servicios religiosos para bautizar y enterrar a los muertos. Raymond decidió entonces apelar al papa. Inocencio III sabía que el conde estaba emparentado por sangre con Inglaterra, Francia, Aragón y otros pequeños principados, por lo que decidió levantar el entredicho a su ciudad tan pronto como la embajada salió de Tolosa hacia Roma. En cuanto a Raymond, decidió sin embargo, que antes que se levantase la excomunión, debía comparecer ante un tribunal eclesiástico para responder a las graves acusaciones ya mencionadas.

Los “amigos de Dios” eran comerciantes como los judíos, ya que a los católicos les eran prohibidos en general, esos oficios en la sociedad medieval. Así como consideraba a la mujer como fuente de corrupción, la Iglesia Católica consideraba también al dinero como pecado, por lo que tales oficios eran despreciados y odiados durante el medioevo. Mientras la Iglesia de Roma diezmaba dramáticamente las poblaciones con impuestos que iban a parar al clero y en especial, al papado romano, rasgaba las vestiduras toda vez que estos comerciantes cobraban interés o cambiaban dinero. En Tolosa, esos oficios no eran vistos como malos, por lo que las amenazas de su obispo contra la usura y los intereses, no impresionaron a nadie allí.

Como una manera de camuflar su destrucción de los herejes y judíos, el obispo Fulk, además de tronar contra los aprovechadores, los sintierra, los usureros, formó una milicia llamada la Hermandad Blanca. Esa milicia salía vestida de negro durante la noche, llevando una gran cruz blanca en su medio, para atacar las casas de los judíos y despreciables cátaros prominentes. Estos, por su lado, organizaron otra milicia llamada la Hermandad Negra que se puso a velar para que la milicia blanca no dañase a nadie. La población, acostumbrada a vivir en paz, fue aterrorizada, algo que complacía al obispo.

El obispo Fulk, por otro lado, consideraba a Raymond de Tolosa como un pescado oloriento, y exigía que éste saliese a caminar fuera de las murallas para que los sacerdotes pudiesen recuperar su santidad no contaminada por la cercanía de un excomulgado. A su vez, amenazaba constantemente a los aliados de Raymond de poner la ciudad otra vez en entredicho. Siendo que Raymond estaba todavía excomulgado, no se le permitió hablar en el juicio. Sus nuevas promesas a la Iglesia Católica no tendrían validez a menos que las hiciese bajo juramento, pero tampoco podía jurar mientras permaneciese excomulgado. En otras palabras, todo el juicio eclesiástico iba a ser una farsa en donde el clero iba a asegurarse que Raymond no pudiese ser exonerado.

El rey católico Pedro II de Aragón trató de evitar también otra gran cruzada del norte, y vino a abogar por su aliado Raymond de Tolosa. Ambos debieron esperar en el frío invierno ventoso afuera de una iglesia hasta que los dignatarios de la Iglesia de Roma pusiesen las condiciones. Entre otras cosas, los prelados de la Iglesia Romana dictaminaron que Raymond no podría usar más mercenarios (quedaría indefenso), debía pagar el mantenimiento del clero, dejar de emplear a judíos, y entregar todos los herejes de sus dominios a los cruzados en el plazo de un año. Por si fuera poco, debía también demoler todos los castillos y fortalezas del Languedoc, los nobles debían retirarse del país y vivir “como villanos”, dejando todos sus bienes y posesiones en manos de los cruzados. Raymond mismo debía irse a Palestina y permanecer allí hasta que la Iglesia de Roma le permitiese volver.

En otras palabras, la Iglesia Católica exigía que toda la nobleza se fuese y dejase el camino libre a otros para llenar su vacío. Luego de escuchar en silencio, Raymond gesticuló con una sonrisa a Pedro:  “ven aquí, mi Señor el rey. Escucha este documento y las órdenes extrañas que los legados dicen debo cumplir”. El rey respondió:  “Altísimo Dios del cielo, esto debe cambiarse”. La excomunión fue reafirmada contra el conde, y la ciudad volvió a ponerse en entredicho.

La caída de Lavaur

Solemos hoy referirnos a la “guerra santa” que emprendían los musulmanes arengados por su profeta Mahoma. Pero el concepto de la “guerra santa” estaba impregnado en el papado romano también. Esa guerra santa se acercó finalmente a Tolosa, bajo el comando de Simón de Montfort frente a la ciudad de Lavaur. Vinieron sacerdotes y obispos de París y otras ciudades, como expertos en el uso de la maquinaria que se empleaba en el asedio a las ciudades amuralladas. Domingo de Guzmán se dio cita allí también, dada su amistad con Simón de Montfort. El asedio duró más de lo esperado, porque el Conde Raymond Roger de Foix logró destruir en forma total el refuerzo que Simón había pedido de Alemania, cayendo sobre los cruzados por sorpresa cuando éstos se acercaban a Lavaur.

El 3 de mayo de 1211 el Padre William logró abrir una brecha en las murallas de Lavaur. Los ochenta caballeros de Lavaur fueron colgados, sin respetar para nada las reglas de la guerra. La viuda Geralda, una “amiga de Dios”, era considerada como la mujer más noble y respetada del Languedoc por su hospitalidad y generosidad hacia los pobres. Después de colgar a su hermano, Simón de Montfort la arrojó a un pozo o aljibe, y desde arriba la apedreó hasta acabar con ella. “Aún para las normas de la época, el acto fue chocante”. 400 predicadores mal llamados “Perfectos” fueron quemados juntos en “la hoguera más grande que conoció la humanidad en la Edad Media”, mientras la “Hermandad Blanca” del obispo Fulk cantaba un Te Deum (PH, 131).

Complicaciones inesperadas

70.000 cruzados dirigidos por cuatro reyes se dieron cita en España, al año siguiente, 1212, para pelear con los moros. El rey Pedro II de Aragón, con la inclusión de algunos nobles de la turbulenta Languedoc, se transformó en el héroe de la victoria. Fiel católico, sorprendió sin embargo cuando, después de la resonante victoria, pidió que se suspendiera inmediatamente otra cruzada contra el Languedoc. El rey consideraba a Simón de Montfort como un fuera de ley que había atacado incluso, mientras él peleaba contra los moros, algunas de sus posesiones en el Languedoc que ni siquiera estaban infectadas con el catarismo. Por lo cual propuso al papa que él se haría cargo del Languedoc, y que Raymond VII (de Tolosa) abdicaría en favor de su hijo (sobrino de Pedro II), a quien él educaría en la fe católica. En realidad, aunque católico, Pedro sentía la misma indignación contra la persecución de los “amigos de Dios” que Raymond de Tolosa.

Para entonces, el papa llamó a una nueva cruzada hacia el oriente contra los musulmanes, y prefirió considerar, para ello, vencida la rebelión cátara en el sur de Francia. Estamos en Enero de 1213. Pero Arnold Amaury, el legado papal, se rebeló junto con los obispos y decidió seguir la guerra. Le escribió al papa sobre “la ciudad más podrida de Tolosa, su vientre hinchado de víbora se llenaba del rechazo podrido y repugnante” de su gente. El papa escuchó a ambos lados y dejó que las cosas siguieran su curso. Ambas fuerzas se encontraron para septiembre de ese año, por primera vez las del Languedoc y catalanas unidas contra la invasión católico-francesa. El obispo Fulk trajo un pedazo de madera de la Cruz Verdadera y requirió a los soldados arrodillarse y besarla. Al captar que esa ceremonia se iba a prolongar demasiado, vino un obispo de los Pireneos que tomó la reliquia de la cruz de las manos del obispo y bendijo en conjunto a toda la asamblea, asegurando a los que muriesen que iban a ir directamente al cielo (PH, 144). En esto, también el catolicismo concordaba a la perfección con la promesa mahometana a los que morían en la guerra santa musulmana, de ir inmediatamente al paraíso.

Pedro de Aragón, el héroe católico en la guerra contra los moros, murió inesperadamente en la batalla. Raymond de Tolosa de nuevo no intervino en la refriega, y el desastre para la alianza del sur fue total. Una carnicería impresionante tuvo lugar otra vez. 7.000 fueron muertos y sepultados en una fosa común que fue descubierta en el S. XIX. Se pretendió que un nuevo milagro había salvado a Simón de Montfort y dádole la victoria. El Conde Raymond huyó a Londres donde quedó por un tiempo bajo la protección del rey Juan. Esos príncipes del sur no parecían saber que estaban luchando contra un poder malvado y blasfemo que anticipadamente el revelador lo había anunciado como venciéndolos (Dan 7:21,25; Apoc 13:7).

El Cuarto Concilio Laterano

Durante tres años enteros, Simón de Montfort pudo seguir adelante sometiendo la mayor parte del Languedoc y destruyendo toda oposición. Se apoderó prácticamente de todo el sur, exceptuando las ciudades amuralladas que parecían más inexpugnables. Muchos “amigos de Dios” se refugiaron en esas impresionantes fortalezas, pero otros prefirieron buscar protección en las cuevas y lugares más apartados del lugar.

El 20 de Noviembre de 1215, luego de tres años de preparación, tiene lugar el Cuarto Concilio Laterano, la asamblea más grande de todo el milenio. 412 obispos, 800 abades y priores, así como representantes de cada reino, ducado y condado del cristianismo, en total 2.283 dignatarios. Inocencio III podía ostentar su supremacía sobre todo reino y principado de Europa, de allí considerado el papa más poderoso de la historia, pues marcó el apogeo y cima de la autoridad temporal del papado.

Los autores y defensores de la Carta Magna en Inglaterra fueron anatematizados por el concilio. Se requirió de los judíos de Europa vestir un círculo amarillo distintivo para evitar ser confundidos con ciudadanos de primera clase, algo que Hitler, el führer católico de Alemania, iba a imitar durante la Segunda Guerra Mundial. Los príncipes del Languedoc fueron invitados también para una audiencia especial, con la esperanza en parte, de que una asamblea tan significativa de toda Europa los inhibiese y convirtiese. El obispo Fulk de Tolosa se opuso a que hablasen, y exigió que no se le devolviesen los castillos a Raymond de Tolosa. Este, por su parte, no tuvo reparos en denunciar a los cruzados, al obispo Fulk como mentiroso y calumniador, sus enormes riquezas y traición, en esencia, lo presentó como siendo el anticristo mismo.

El papa se retiró airado y confundido. Decidió, finalmente, incrementar la persecución de los indeseables cátaros. Simón de Montfort pasó a ser reconocido como señor del Languedoc, con una posesión mayor que la que ostentaba el mismo rey de Francia. El decreto de Inocencio III le concedía incluso la joya del sur, Tolosa, como capital de su reino, que le permitiría hacerse realmente rico y dominar todo el sur. Pero el resultado fue adverso al que se propuso el Cuarto Concilio Laterano. Los nobles occitanos volvieron de Roma antes de Navidad, resueltos a recuperar sus posesiones sin esperar nada más del papado ni de la Iglesia. Tolosa rechazó el contrato papal. Todos los nobles señores de Corbiere, la Montaña Negra, y los amigos de los despreciados cátaros, se dieron cita en esa ciudad resueltos a defenderse a cualquier costo.

La reconquista de los despreciados príncipes

Contrario a su padre, el hijo de Raymond VII de Tolosa que había impresionado al papa por su piedad y bondad de mancebo, reveló sus dotes de guerrero primeramente en su ciudad natal. Volvió del concilio laterano en el invierno de 1216, juntó consigo a los apáticos nobles provenzales y recapturó la ciudad de Beaucaire, la citadela del Rhin que su madre, Juana de Inglaterra, le había entregado 19 años antes. Con eso daba a entender que no iba a aceptar ser desheredado tan fácil y atrevidamente por la Iglesia Romana. Cuando Simón de Montfort llegó a Beaucaire para castigar la rebelión, fue repelido por la multitud que contaba ahora, con un nuevo héroe.

Durante todo el verano de 1216 Raymond el joven tuvo en jaque a Simón de Montfort, humillándolo por doquiera, en abierto desafío a la decisión de la Iglesia de transformar a Simón en señor de todo el Languedoc. El 16 de julio, sorpresivamente, moría Inocencio III de una repentina fiebre en Perugia. Esa noticia, sumada a la victoria de Beaucaire por su joven príncipe, levantó la gente del sur en revolución que, en lugar de apagarla, Simón de Montfort atizaba más con atrocidades mayores.

De mala gana decidió Simón de Montfort retirarse del sitio de Beaucaire, para dirigirse a Tolosa y someterla. Les dijo que sólo dinero y rehenes lo podrían detener de atacarlos. Los habitantes de Tolosa se atrincheraron y luego de una noche de violencia, el obispo Fulk les pidió negociar en un lugar más tranquilo fuera de la ciudad. Los hombres más ricos e influyentes de Tolosa aceptaron, pues el obispo les prometió que esa iba a ser la prueba que iban a tener del sentido de equidad de Simón. Apenas salieron de la ciudad los apresaron, revelando la traición tan desvergonzada del obispo. De allí en más, Simón de Montfort hizo estragos en la ciudad, destruyendo sus murallas y llevándose todas las riquezas que pudo encontrar. La ciudad debió, además, como condición para sobrevivir, financiar las campañas de “pacificación” y sometimiento de todo el país a su autoridad.

La avaricia y afán de lucro y poder de Simón de Montfort lo hicieron caer, sin embargo, en su propia trampa. Decidió extender sus dominios más allá aún de los generosos términos que el papa había establecido. Mientras peleaba lejos de Tolosa, la ciudad fue recuperándose. El 13 de septiembre de 1217 Raymond VI, el conde que había sido excomulgado tres veces, volvió sorpresivamente y recuperó su ciudad. La gente lo recibió como más que un héroe. Cuando Simón de Montfort se enteró, decidió volver y recuperar inmediatamente la ciudad, antes que se reforzaran más sus murallas. El asedio comenzó en junio de 1218. Todos sabían que la lucha iba a ser a muerte. El sitio fue largo, horrible y cruel. Simón de Montfort exhortó a sus tropas del norte a hacer lo mismo que habían hecho en Béziers, diciéndoles literalmente:  “No dejen ningún hombre ni mujer escapar con vida” (PH, 163). Pero no pudo abrir ni siquiera una brecha en la defensa de la ciudad.

Pasó el invierno, llegó la primavera, y Simón de Montfort no pudo lograr nada con el asedio a la ciudad. Decidió entonces pedir al rey de Francia enviar de nuevo otra cruzada, lo que le fue concedido. Pero a pesar de la superioridad del número que se engrosó con miles de norteños, no podían avanzar en la toma de la ciudad. Raymond VII el joven (hijo de Raymond VI), el héroe de Beaucair, vino entonces y, cayendo sorpresivamente por la espalda de los cruzados, logró abrirse paso para entrar triunfante en la ciudad, lo que alentó más aún la resistencia.

Luego de nueve meses de asedio, en Junio de 1218, la situación de Simón de Montfort se volvía lóbrega. Pasados los 40 días requeridos, los cruzados del norte podían volverse con el perdón de sus pecados y todas las demás regalías prometidas por la iglesia. Los propios mercenarios estaban también cansados de tantas promesas que se les hacía de recibir como recompensa enormes cantidades de oro que habría supuestamente en la ciudad.

Simón de Montfort decidió jugarse entonces el todo por el todo y dar un asalto final. Los de Tolosa captaron también que el momento decisivo había llegado y decidieron, por su parte, destruirle en un repentino ataque mañanero su catapulta y maquinaria de asalto más poderosa. Luego de los primeros encontronazos, los de Tolosa decidieron replegarse hacia la ciudad. Eso condujo a los cruzados a perseguirlos acercándose a las murallas y exponiéndose al alcance de los misiles (flechas, piedras) de la ciudad.

Simón estaba escuchando misa cuando comenzó el ataque de los defensores de Tolosa. Sin embargo, decidió esperar al momento cúlmine de la misa, cuando el sacerdote levantaba la hostia, para decir en alta voz:  “Jesucristo el justo, dame ahora muerte en la batalla o victoria!” (PH, 165). El Señor respondió su oración. Al llegar al frente vio cómo el caballo de su hermano Guy de Montfort era atravesado por una flecha en la cabeza, y su hermano caía siendo alcanzado seguidamente por un proyectil de la ciudad. Simón corrió hacia él, quien lo había secundado tantas veces en las cruzadas a Palestina y al sur de Francia. Fue entonces que una catapulta, manejada según un cronista de la época, por mujeres nobles, niñas y viudas, arrojó una piedra que cayó justo sobre el casco de Simón de Montfort, haciendo añicos sus ojos, cerebro, dientes, frente y mandíbula. Morado y sangrando, el invencible conde cayó muerto.

La noticia paralizó a los cruzados. De repente se oyó un grito dentro de la ciudad. “¡El lobo ha muerto!” Luego otras voces fueron repitiendo la noticia:  “¡El lobo ha muerto! ¡El lobo a muerto!”. Las campanas y tambores comenzaron a repiquetear dentro de la ciudad, y continuaron haciéndolo día y noche. La gente en el interior de la ciudad no cabía de alegría.

La derrota de los cruzados fue total, con pérdidas irreparables. La tremenda maquinara tan costosa para derribar ciudades amuralladas fue desecha por los defensores, y un último intento del 1 de Julio para tomar la ciudad fue repelido. Tuvieron que levantar finalmente el asedio en el espacio de un mes. El hombre que se había hecho amigo de Domingo de Guzmán y derrotado tan miserablemente el Languedoc;  el invencible representante justiciero del papado romano a quien Inocencio III y el concilio europeo más grande de la historia le habían concedido plenos poderes sobre toda esa vasta extensión del sur, yacía muerto a los 53 años de edad. La furia contra los invasores se extendió en toda la región, uniendo a todos los pueblos del sur. Fue así como la tolerancia y la libertad volvieron por varios años al Languedoc, y los “amigos de Dios” pudieron tener otra vez sus concilios y hogares públicos como antes (PH, 169-173).

Liberación religiosa

La revolución “cátara” de los S. XII y XIII se dio en el sur de Francia, y fue religiosa. La Revolución Francesa del S. XVIII provino también del sur de Francia pero fue atea. Ambas revoluciones fueron un grito de libertad contra la opresión del papado romano. Por ser cristiana, la revolución de los príncipes cristianos medievales del sur de Francia no reveló las características crueles de venganza que se vieron en el S. XVIII. Pero fueron una clara protesta contra los abusos de una iglesia sanguinaria como lo iba a ser tres siglos más tarde la protesta de los príncipes luteranos alemanes que, a diferencia de los príncipes mal llamados “cátaros”, iban a poder sobrevivir.

Las masacres más espantosas que debió sufrir Francia fueron producidas por el papado romano para mantener su preeminencia sobre toda Europa, y por la revolución atea que buscó vengar por sus propios medios tantos ultrajes y atrocidades que la religión medieval de Roma había causado. De haberse dado la revolución del S. XVIII en el XIII, el obispo Fulk, tan acérrimo enemigo de los “amigos de Dios” hubiera muerto en la guillotina, y todos los demás obispos y prelados papales hubieran corrido una suerte similar.

¿Qué pasó con el fanático obispo Fulk, una vez que Tolosa, la ciudad sobre la cual figuraba como obispo por nombramiento directo papal, no pudo ser capturada por los cruzados del norte? ¿Qué hicieron los príncipes y nobles despreciados como cátaros, con ese obispo y los demás prelados papales, una vez que fueron recuperando sus posesiones y antiguos dominios? Las ciudades más grandes les cerraron sus puertas a esos obispos y debieron irse al exilio en Montpellier. Los obispos locales, sin embargo, así como las demás instituciones católicas, pudieron seguir oficiando en plena libertad. “Amigos de Dios” y católicos pudieron seguir predicando con toda libertad, sin que se peleasen unos con otros.

A Fulk no se le había permitido volver a Tolosa desde que había participado activamente en el asedio de Lavaur en 1211. Tras su fracaso en la derrota de los cruzados en 1218, cuando intentaron capturar la ciudad, se amargó y pidió sin éxito al papa ser relevado del obispado de Tolosa. Era evidente que el papado aspiraba vindicarse de su derrota como busca hacerlo hoy, ya bien entrado el S. XXI, de su derrota política en manos de gobiernos seculares que no ha variado demasiado desde la Revolución Francesa hasta hoy. Su clamor a Europa de no olvidar su pasado presuntamente glorioso que le dio el alma tiene que ver, en el entender de muchos que lo han estado rechazando, con un intento del papa por reivindicar el papado medieval. De hecho, Juan Pablo II rechazó la invitación que le hicieran en Tolosa para pedir perdón por las atrocidades que sus antecesores en Roma cometieron a los “cátaros”, y en su lugar honró la memoria de varios papas, entre ellos y en forma especial, la de Inocencio III.

El período de independencia y libertad

La tolerancia y la libertad volvieron por diez años al Languedoc que fue recuperado por los príncipes del sur en sucesivas batallas. Por fin los nobles occitanos se habían unido. Una tremenda cruzada predicada por el papa Honorio III en 1219 terminó también en el fracaso. En un arrebato de impotente furia, esa cruzada regresó a Francia no sin destruir antes totalmente a los 7.000 habitantes, incluyendo niños y mujeres, de un centro de mercado inofensivo al oeste de Languedoc, llamado Marmande. En 1221 murió además, a la edad de 51 años, el temible monje Domingo de Guzmán, sin haber podido ganar muchos conversos, ni haber cumplido sus sueños de recuperar para la Iglesia Católica todo el sur de Francia, y a pesar de haber sido facultado tan pomposamente por el papa más poderoso de toda la historia de Roma para tan ambiciosa empresa.

En Enero de 1224, Amaury de Montfort, hijo sucesor del plenipotenciario y prepotente Simón de Montfort, admitió que había sido vencido. Había, en verdad, perdido todo lo que su padre había recibido en herencia nueve años antes en Roma por el papa mismo. Raymond Trencavel, el hijo del que había muerto en una mazmorra a donde había sido arrojado por Simón de Montfort, había venido de Aragón donde había sido educado, y recobrado sus posesiones que le correspondían como derecho de nacimiento. El era ahora el vizconde de Carcasona. Por consiguiente, Amaury de Montfort no tenía otra alternativa que renunciar a esas posesiones que le pertenecían por decreto papal. Esto lo hizo a favor del rey de Francia, quien desde entonces pasaría a ser más específicamente heredero de toda esa vasta región fértil del sur (PH, 178).

En 1225 murió, además, Arnold Amaury, el prelado papal que manchó su nombre en la masacre espantosa de Bézier con la declaración:  “Mátenlos a todos, Dios conoce a los suyos”. En sus últimos años, sin duda afectado en algo por su temor al infierno, trató de contrarrestar las horrendas masacres de Simón de Montfort y reconciliar al joven Raymond VII con la Iglesia. No sólo no convenció a los obispos en ese respecto sino que, por el contrario, éstos perfeccionaron su obra de destrucción. Su muerte tiene que haber impresionado, además, a tantos que sufrieron en esa tierra anteriormente pacífica, las terribles calamidades que les vinieron de Roma mediante su mediación.

Era época de libertad y tolerancia en el Languedoc, un respiro otorgado por la Providencia para los condenados por el papado romano en el sur de Francia. En 1226, en la pequeña ciudad de Pieusse al sur de Carcasona, más de 100 predicadores mal llamados “Perfectos” se reunieron en un concilio para crear una nueva diócesis cátara” (PH, 173). Para entonces cantidades de hogares de los “amigos de Dios” se habían vuelto a abrir. Los famosos trovadores, poetas y cantores provenzales, que habían enfurecido a los obispos de Roma en sus canciones de burla y condenación del clero rico y opresor romano, volvieron a aparecer esta vez, con cánticos de victoria contra la Roma apóstata y sanguinaria. El trovador Guilhem Figueira compuso un canto cuya rima y ritmo se pierden en la traducción. Ese canto decía:

“Roma engañosa, tu glotonería te lleva a la perdición.
Esquilas demasiado a tu rebaño.
¡Pueda el Santo Espíritu que tomó forma humana,
escuchar mi oración y romper tu pico!
Roma, has matado a mucha gente sin razón.
Yo detesto verte tomar una senda tan mala,
porque de esa manera estás cerrando la puerta de la salvación.
Porque de verano a invierno
a mal conduce el que camina en tus pasos—
el diablo lo lleva a los fuegos del infierno” (PH, 171).

¿Cómo era posible que con semejantes creencias, poesías y canciones, que condenaban a la Iglesia Católica Romana, los mismos católicos, incluyendo algunos obispos, defendiesen tan denodadamente a los “amigos de Dios”? La respuesta no da lugar a dudas. La vida consagrada de los “amigos de Dios” era un testimonio tan poderoso que aún los que no creían como ellos, sentían que debían tomar la venganza por ellos y en su favor. Esos humildes predicadores eran completamente sinceros y nobles. Nadie que no creyese como ellos sentía que era odiado como enemigo. Por tal razón, y a pesar de convicciones tan encontradas y adversas, podían convivir pacíficamente.

Los creyentes católicos del Languedoc veían ahora a los líderes de su propia iglesia como a sus enemigos que les habían negado sus propios derechos y beneficios, debilitándolos con tantos impuestos y arbitrariedades. ¿Acaso no había el papa Inocencio III decretado que aún los católicos que no participasen en la condenación de los odiados cátaros, debían sufrir la misma suerte miserable? Para muchos católicos del sur no eran los odiados “cátaros” los traidores, sino el papa Inocencio III mismo y sus principales prelados y obispos. La furia fue dirigida contra los cardenales y obispos que habían liderado el sometimiento, saqueo y empobrecimiento de una tierra otrora rica y libre. Tantas masacres y atrocidades espantosas no habían provenido sino del papado de Roma. ¿Cómo podían, pues, volcar su furia contra aquellos humildes predicadores “amigos de Dios” y cuya mayor aspiración era ser “buenos cristianos”, si ellos nunca les habían causado daño alguno?

Los marginados del cristianismo medieval

La libertad y la tolerancia mutuas no se reconquistaron ni se pudieron mantener durante los cortos años de recuperación, sin continuas luchas y guerras que provenían, como siempre, del papado mismo. Los reyes de Francia invadían de nuevo el Languedoc con sus cruzadas siempre legitimizadas por la convocación del papado. Esos príncipes del norte peleaban ahora más que como invasores, como legítimos herederos de una tierra otorgada por un poder político-religioso que se atribuía un presunto derecho divino de poner y quitar reyes, repartir las tierras a su gusto, pretendiendo ser el único representante legítimo de Dios y de su Hijo sobre la tierra.

Roma no iba a cambiar su carácter cruel ante esa provisoria derrota. En 1226 los cardenales excomulgaron al joven conde Raymond VII y pusieron las bases para una nueva cruzada. Había muerto el rey Felipe Augusto de Francia, quien había frenado al papa en sus llamados para apoyar una cruzada contra el Languedoc. Ese rey había finalmente permitido que ciertos varones y nobles de su reino lanzaran sus primeras cruzadas contra el sur, pero nunca se había involucrado en forma total. Ahora tenían las manos libres los cardenales y papas para conseguir de Luis, su hijo sucesor, una guerra sin cuartel contra los príncipes que habían osado rebelarse ante al papado romano. Los nobles varones de Inglaterra se habían rebelado contra su rey, y Aragón había decidido volcarse hacia el mar y hacia el sur, para combatir a los musulmanes. Ninguno de esos rivales del Languedoc iba a meterse, pues, para contrarrestar la codicia del rey de Francia en esos momentos.

Considerando abierta y descaradamente al Languedoc como propiedad del rey de Francia, el papa nombró al Cardenal Romano como su legado en ambos lugares, el norte y el sur. Mientras que rechazaba toda iniciativa de paz en el Languedoc, emprendía conversaciones en París con el propósito de enviar todo el poderío del reino contra los considerados por Roma como parias del sur. El cardenal comerció suciamente con el rey de Francia la “solución final” que consistía en el desalojo y extirpación final de los principados del sur de todas sus posesiones, así como de toda representación “cátara”. Romano acordó entregar al rey de Francia una décima parte de todas las entradas de la Iglesia que se diesen por cinco años para pagar el costo de la represión en el sur. Con eso revelaba la enorme fortuna que amasaba la Iglesia Romana, y exponía a los futuros monarcas de Francia a codiciarlas en futuros arreglos con el papado romano.

La cruzada real inició su marcha hacia el sur en la primavera de 1226. Ninguna cruzada anterior la superaba en número y organización, por lo que fueron venciendo más por intimidación que por batallas. Avignon, la ciudad que se hizo famosa por la canción “sobre el puente de Avignon, todos bailan todos bailan…, y yo también”, fue la primera en caer. Más bien se entregaron luego de un asedio de tres meses en el que, por su lado, el rey de Francia y un noble que había sido íntimo amigo de Simón de Montfort, iban a morir de disentería junto con miles de sus nobles y soldados. El hijo mayor del rey, de 12 años, debía ahora reinar bajo la tutela de Blanca de Castilla, su madre, y del cardenal Romano que pasó a ser su amante, según lo que todo el mundo comentaba en París sobre esa relación. Entre ambos tramaron la destrucción y posesión de los principados del sur, así como la extirpación total de los herejes, con la bendición papal.

¿Qué hacían los nuevos cruzados y los obispos que los acompañaban, al responder desde entonces a los llamados papales para invadir las tierras de los parias y marginados príncipes del sur? Así como habían destruido las cosechas en las cruzadas anteriores, devastando los campos, ahora venían destruyendo todo a su paso, los olivos y viñedos, y todo lo que podía dar sustento a las poblaciones que perecían de hambre y miseria. Los aljibes y pozos de agua eran envenenados, las aldeas y poblaciones eran arrasadas y puestas a fuego. Los obispos, por su parte, en vindicación de su obra anterior de destrucción, evocaban en sus prédicas las masacres de Béziers y de las otras ciudades que habían caído en las cruzadas anteriores, como medio de amedrentar las poblaciones y obligarlas a rendirse. Entre ellos figuraban el cardenal Romano, el obispo Fulk, y el sucesor de Arnold Amaury, asesino de Bézier. Todos ellos aplaudían el vandalismo de los cruzados.

Era demasiado soñar para los príncipes del sur con una tierra de libertad y tolerancia. Les tocaba vivir en medio del medioevo, de la oscuridad de las tinieblas papales. Para los príncipes y magnates de la Iglesia Católica, la libertad de conciencia era un mito, además, aborrecible. No había fuerzas suficientes todavía para frenar el despotismo de Roma. Lo único que podían hacer los marginados “amigos de Dios” en el sur de Francia era soñar con las promesas bíblicas de una vida mejor en el más allá. Aunque desalojados y maltratados en este mundo, el Señor les había prometido:  “Dichosos los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad” (Mat 5:5).

Lo que se fue y lo que vino

No fueron más que diez años los que los príncipes del Languedoc lograron recuperar y mantener de noble independencia, otorgando a sus tierras la libertad que todos aspiraban. Aunque invencible, Raymond VII debió finalmente entregarse. Con todas las cosechas destruidas, los olivos y las viñas arrancadas, y las poblaciones por doquiera arrasadas por el fuego, no podría subsistir ni siquiera en las ciudades amuralladas. La misma humillación que la Iglesia con sus obispos habían propinado a Raymond VI de Tolosa, se la aplicaron también a su hijo Raymond VII en 1229. Los latigazos sobre su espalda desnuda los recibió, esta vez en París, y sólo el parentesco con Blanca de Castilla lo salvó de ser quemado. Un Te Deum sonó en la catedral de Notre Dame para sellar la alegría del triunfo.

Las hogueras volvieron a encenderse y por años, acabando con todo vestigio de fe opositora a la suprema fe de Roma. El papa Gregorio IX decidió transformar la Inquisición en una institución dependiente exclusivamente del papado, para evitar la misericordia en la que podrían caer los así llamados herejes en manos del episcopado católico inferior. Fue ese mismo papa el que en 1233 repitió, en su bula Vox in Rama, las calumnias contra ellos que les dieron el sobrenombre de “cátaros”, esto es, de tener orgías sexuales felinas (PH, 269). Ya Inocencio III había declarado en el Concilio Laterano que “sucede a menudo que los obispos, por razón de sus muchas preocupaciones, placeres carnales e inclinaciones belicosas, y por otras causas, no menos la pobreza de su entrenamiento espiritual y falta de celo pastoral, son incapaces de proclamar la palabra de Dios y gobernar al pueblo” (PH, 195).

Los habitantes del sur de Francia iban a ver consternados, además, desenterrarse cadáveres de herejes para ser quemados otra vez, por orden del papa, mientras los curas gritaban:  “Quien haga lo mismo, sufrirá la misma suerte” (PH, 200). A Raymond VI, quien murió a los 66 años en 1222, luego de haber sido excomulgado tres veces, no le habían permitido una cristiana sepultura pública. Para 1280, el papa Nicolás III emitió una bula por la que los que daban un entierro cristiano a los excomulgados de la Iglesia debían desenterrar sus cuerpos con sus propias manos y volverlos a sepultar, deshonrando así su memoria. Anteriormente en 1252, en la bula Ad Extirpanda, el papa Inocencio IV decretó que el poder civil quedase sujeto al Santo Oficio, término que dio a los tribunales de la Inquisición. En otras palabras, ninguna autoridad civil, ni siquiera la del rey, podía oponerse a los señores inquisidores en su macabra obra de destrucción.

Gregorio IX junto con el cardenal Romano, decidieron que se le daría parte de las pertenencias de los condenados a todo aquel que traicionase a un hereje. Ese botín le sería pagado por la tesorería ya excedida en impuestos de Raymond VII. De esa manera, “la propiedad confiscada era dividida entre el informante, la Iglesia y la corona” (PH, 196). Así fue como la decencia, la pureza y la nobleza se fueron del sur de Francia para dar la bienvenida a la mentira, la traición y la crueldad. En 1233, un simple obrero llamado Juan Textor, gritó en las calles de Tolosa mientras era interrogado por la Inquisición:  “Señores, escúchenme. Yo no soy hereje, porque… como carne, miento y juro…” (PH, 201). La gente para entonces se detenía, se reía a carcajadas y aplaudía la defensa simplote del pobre obrero.

Otro incidente al año siguiente, común ya para entonces, muestra otra vez la falsedad y crueldad de los presuntos “vicarios” romanos de Cristo. Una anciana rica de Tolosa pidió, en su lecho de muerte, tener un buen fin. Con esto daba a entender que quería recibir el consolamentum de un predicador “amigo de Dios”. Uno de los siervos la traicionó, sin duda pensando recibir parte del botín. Corrió al monasterio dominico y se lo contó a William Pelhisson, el inquisidor de esa orden, quien estaba comiendo. Junto con el prior, el obispo inquisidor y los demás dominicos fueron a ver inmediatamente a la mujer.

Los parientes de la anciana le advirtieron en susurros sobre quiénes habían llegado, pero la ancianita no entendió. Pensó que se trataba del predicador que esperaba. El obispo no corrigió su error, sino que pretendió hacerse pasar por un “amigo de Dios”. Le pidió que diera testimonio de su fe, y la exhortó a permanecer firme en su fe y a sus creencias. La mujer dio su testimonio, y el obispo se apuró a preparar una hoguera para quemarla antes que alcanzase a morir, cosa que todo el mundo pudiese aprender la lección. Luego volvió junto con sus monjes y sus asistentes para dar gracias a Dios y a Santo Domingo porque era su día de fiesta (su cumpleaños en la gloria, 5 de agosto de 1234). Luego disfrutaron de la comida que había sido así interrumpida (PH, 191-193).

Como en la antigüedad, volvió a hacerse común “prevaricar y mentir contra el Señor…, calumniar…, concebir y proferir de corazón palabras de mentira. Así se arruinó el derecho, y se alejó la justicia;  porque la verdad tropezó en la plaza, y la equidad no pudo venir. La verdad fue detenida, y el que se apartó del mal fue apresado. El Señor lo vio, y le desagradó que no hubiera derecho” (Isa 59:13-15). “Porque vuestras manos están contaminadas de sangre, y vuestros dedos de iniquidad. Vuestros labios pronuncian mentira, vuestra lengua habla maldad. No hay quien clame por la justicia, ni quien juzgue por la verdad. Confían en vanidad, y hablan vanidades;  conciben maldad, y engendran iniquidad. Incuban huevos de áspid, y tejen telas de araña. El que come sus huevos, se muere;  y si los aplastan, salen víboras… Sus pies corren al mal, se apresuran a derramar sangre inocente. Sus pensamientos son pensamientos de iniquidad, destrucción y quebranto hay en sus caminos. No conocieron camino de paz, ni hay justicia en sus caminos. Sus veredas son torcidas, ninguno que ande por ellas conoce la paz” (Isa 59:3-8).

Odio latente contra la Inquisición

Los inquisidores engañaban, mentían de la manera más vergonzosa, haciéndose pasar en varias oportunidades como fieles devotos “amigos de Dios” para infiltrarse en sus filas y lograr destruir mayor número de personas. Así iban destruyendo familias y fieles creyentes en la Palabra de Dios, hasta acabar con los predicadores de la Biblia del sur de Francia en el S. XIII. De esa manera nadie más debía atreverse a decir que aquí abajo reina el mal, sino la Iglesia Católica Romana.

Contrariamente a lo que han pretendido los apologistas de la Inquisición, siempre subsistió un odio latente contra los inquisidores dominicos en el sur, y en general, en toda Europa. Pero no había poder militar que pudiese liberar la tierra de tamaña maquinaria de criminalidad que manejaba a su gusto y discreción el magnate más poderoso de Europa, el papa de Roma. El famoso inquisidor Comrad de Marburg acabó con miles en Alemania, hasta que un fraile franciscano furioso lo asesinó el 30 de julio de 1233. No está de más decir que el papado no pudo restablecer la Inquisición en ese lugar por la resistencia decidida de la población y de sus príncipes.

El 28 de mayo de 1242 fueron asesinados a hachazos en Avignonet, todos los inquisidores en la sede de su tribunal (PH, 210). El Languedoc entero festejó el incidente. Hasta un cura hizo sonar la campana de su iglesia por ese asesinato. Todas las ciudades y poblaciones del sur se levantaron otra vez en revolución, y por cierto tiempo pudieron restablecer su libertad. Para fines de 1242 el conde Raymond VII podía proclamar que había recobrado su patrimonio, y la Inquisición debió interrumpir su obra nefasta en sus dominios, así como sus interrogatorios. Aún así, debió ceder a la presión y en junio de 1249 sorprendió a sus amigos al ordenar la quema de 80 sobrevivientes “amigos de Dios” en Agen (noroeste de Tolosa). Raymond VII moría tres meses más tarde de una fiebre a los 52 años, sin dejar herederos y, por consiguiente, sucesores en su reino (PH, 224-225).

Varios complots se dieron en Carcasona hacia fines de siglo para destruir los registros de la Inquisición (PH, 233). “Los dominicos eran odiados. En Albi, cuando el inquisidor Arnold Cathala comenzó a desenterrar cuerpos, fue golpeado” quedar casi muerto. Fue salvado por los hombres armados del obispo que impidieron que fuese arrojado inconsciente al río Tarn. En los alrededores de Cordess…, aldeanos furiosos arrojaron dos agentes de la Inquisición en un poso de agua en el cual murieron. Las prácticas salvajes de los inquisidores “eran vistas como algo nuevo y malévolo, algo que intentaba transformar al cansado Languedoc en una tierra de renegados y detractores. Nadie estaba a salvo a menos que causase daño a sus prójimos” (PH, 200). “Los lazos de familia y amistad no contaban para nada en esta nueva y pérfida Languedoc. La traición llegó a ser virtud” (PH, 223). Y aunque muchas de las masacres que llevaron a cabo han salido a la luz en estos postreros tiempos, nunca se sabrá la extensión tan abarcante de tales masacres hasta el día en que Dios las descubra en su juicio final.

“En el siglo XIII se estableció la más terrible de las maquinaciones del papado:  la Inquisición. El príncipe de las tinieblas obró de acuerdo con los jefes de la jerarquía papal. En sus concilios secretos, Satanás y sus ángeles gobernaron los espíritus de los hombres perversos, mientras que invisible acampaba entre ellos un ángel de Dios que llevaba apunte de sus malvados decretos y escribía la historia de hechos por demás horrorosos para ser presentados a la vista de los hombres. ‘Babilonia la grande’ fue ‘embriagada de la sangre de los santos’. Los cuerpos mutilados de millones de mártires clamaban a Dios venganza contra aquel poder apóstata” (CS, 64). “Hubo horribles matanzas de tal magnitud que nunca será conocida hasta que sea manifestada en el día del Señor” (CS, 626).

Los “amigos de Dios” en otros países

En Alemania, antes que en el sur de Francia, los “amigos de Dios” habían sido dramáticamente perseguidos desde comienzos del S. XII. Muchos fueron a parar allí a la hoguera aún antes que se estableciesen los tribunales de la Inquisición. Fue allí donde por primera vez les pusieron el nombre difamatorio de “cátaros”.

En Italia los “amigos de Dios” pudieron continuar aún después que todos sus “compañeros en la tribulación” del papado romano en el sur de Francia habían perecido (cf. Rev 1:9; 6:9-10). “Desde la época de Marcos, el lombardo que fue en 1167 a la reunión “cátara” en San Félix, hasta mediados del S. XIII, la constante lucha entre el papa y el emperador en muchas ciudades italianas había creado un espacio civil en el que la herejía pudo sobrevivir y aún florecer” (PH, 230). No bien el papa se liberó del emperador, comenzó su obra cruel contra los “amigos de Dios” más cercanos a su sede.

La bula de Inocencio IV en 1252 inició la masacre. Más de 200 predicadores ordenados mal llamados “Perfectos” fueron quemados en Verona. “Miles de dramas privados terminaron en la oscuridad de las mazmorras. Para fines de siglo, sólo los más heroicos se atrevían a decir en voz alta que el mundo era malo” (PH, 230), o que estaba bajo el imperio del mal (Roma).

La institución del jubileo católico para limpiar la iglesia de su culpa

En el mismo año 1300, el más ambicioso y posesivo papa desde Inocencio III, llamado Benedicto VIII, estableció el primer Jubileo católico. Debía hacer algo para limpiar la conciencia de tanta gente que había cometido tantos crímenes durante todo el siglo anterior, en tantas cruzadas a las que el papado llamó contra los musulmanes y los “amigos de Dios” mal llamados cátaros (véase A. R. Treiyer, Jubileo y Globalización. La intención oculta (2000), 139-148). Al mismo tiempo, esa debía ser “la más grande oportunidad para recoger fondos… jamás ideada en la Edad Media” (PH, 230), que reafirmase el poder del principado papal sobre todo otro poder sobre la tierra. Aunque se esperaba repetir tales jubileos cada cien años, otros papas vieron la bondad de juntar más riquezas cada 50 años, luego cada 33 años presuntamente en razón del tiempo en que Jesús estuvo sobre la tierra, luego cada 25 años hasta el gran jubileo que propuso Juan Pablo II en el 2000, superando todo jubileo anterior .

En el jubileo del 1300 el papa prometió a los peregrinos una cantidad tan grande de indulgencia espiritual que podría servir aún hasta para anular todo daño futuro. Se calcula que entre uno y dos millones de personas de toda Europa aceptaron esa oferta, un equivalente a la cantidad de “cátaros” que en su momento existió en Europa. ¡Qué reemplazo en la naturaleza de la devoción de la gente que se logró con tal jubileo! La algazara tanto de los sacerdotes como de los mercaderes de Roma sobrepasaba toda imaginación.

William Ventura, testificó lo que vio en una iglesia:  “Día y noche dos sacerdotes se paraban en el altar de San Pablo sosteniendo rastrillos en sus manos, para hacerse de dinero hasta el infinito” (PH, 231). Ya no estaban más los odiados “cátaros” que destapaban abiertamente todos esos abusos eclesiásticos del clero romano. Habiendo acallado la voz disidente que denunciaba toda su corrupción y explotación de la gente, bien podía el papado abocarse a establecer la institución que más dinero y poder material iba a proporcionarle.

Algo semejante se repitió en el Jubileo papal del 2000. Siendo que esta vez no podía enviar a la hoguera a los protestantes que tres siglos después denunciaron la simonía de la Iglesia de Roma, se apuró a arreglar las cuentas con los protestantes en donde admitía que se cometieron errores pero que nunca la Iglesia apoyó el abuso de las indulgencias. Al mismo tiempo y descaradamente, no fue menos que sus predecesores al ofrecer indulgencias especiales para los peregrinos que ese año fuesen a Roma. Otra vez la ciudad se llenó de mercaderes que ofrecían monedas especiales con tales indulgencias. Todos esos “mercaderes” que se regocijaban con el triunfo de Roma llorarán bien pronto, sin embargo, cuando el verdadero Jubileo y liberación vengan del cielo mismo, en la Segunda Venida de Cristo (Apoc 18:11-16,23-24).

¿Herederos espirituales?

El último bastión cátaro en caer en el sur de Francia fue Montsegur, alrededor del cual unos 200 predicadores “amigos de Dios” vivían en cabañas y cuevas. Era el 2 de Marzo de 1244 (PH, 218). Antes de ser quemados en la hoguera, esos 200 predicadores ordenados vieron a 31 fieles que se aparecieron súbitamente par pedirles el consolamentum, decididos a morir junto con ellos. Los cruzados no se habían atrevido a atacar la ciudad antes porque estaba situada en un peñón considerado prácticamente invencible a todo asedio militar. A su rendición siguió la erradicación final y completa de los sentenciados “cátaros” del Languedoc. Esos “amigos de Dios”, sin embargo, lograron sobrevivir, según ya vimos, en Italia.

En el S. XIV fue enviado de Italia como misionero al sur de Francia Pedro Autier, considerado el último gran predicador cátaro del Languedoc. Logró ganar más de 1000 familias a su fe, que esta vez debió compartir en secreto, no en público. A pesar de haber pasado ya tres generaciones, las simpatías hacia los perseguidos y completamente aniquilados “amigos de Dios” todavía perduraban en esas tierras del sur. Con el tiempo fueron descubiertos por inquisidores sumamente aptos para esa tarea que puso la Iglesia con el propósito de evitar el rebrote de la fe de los “amigos de Dios”. Autier fue quemado vivo no sin antes clamar en alta voz que le permitiesen dar su testimonio póstumo, mediante el cual esperaba convertirlos, lo que le fue negado.

O’Shea concluye su libro diciendo que “después de todo, los cátaros habían ganado. No existen más”. Una conclusión tal parece una burla contra la fe de los “amigos de Dios”, pero en él se trata de un intento de descalificar todo neo-catarismo posterior, especialmente moderno. Sin embargo, hubo siempre en el sur de Francia y en toda Europa, hasta finales del S. XVIII, cristianos sinceros que creyeron en la Biblia y la antepusieron a todos los dogmas y decretos infundados de Roma. Además de los Patarios, los Hombres pobres de Lión y los Valdenses que fueron contemporáneos a los “amigos de Dios” o albigenses, estuvieron los reformadores bohemios e ingleses que dieron su testimonio los dos siglos siguientes, y los protestantes alemanes a partir del S. XVI. Su influencia se extendió por toda Europa, inclusive por Francia, en donde los Hugonotes jugaron un papel importante durante la reforma, y corrieron una suerte semejante a la de los “amigos de Dios” que los habían precedido tres siglos antes.

Todos esos cristianos tuvieron algo en común. Fueron perseguidos por su fe inamovible en la Palabra de Dios, tal como lo había anticipado el Señor en el Apocalipsis. Murieron “por causa de la Palabra de Dios y el testimonio que tenían” (Apoc 6:9). Uno de los últimos ejemplos de esa fe que jamás se extinguió en el sur de Francia fue el de María Durán, la joven adolescente que por su fe en la Palabra de Dios fue encerrada en la torre de Constanza junto con otras mujeres, hasta sus más de 50 años. Todos los turistas que visitan esa ciudad fortificada son conducidos a esa torre donde aparece escrito sobre la dura piedra, con la punta de una tijera, lo que ella escribió para fortalecer el valor de sus compañeras:  “Resistir”.

Hoy nosotros como adventistas podemos identificarnos con los “amigos de Dios” más que ningún otro movimiento religioso en la mayoría de sus puntos de fe. Esto no nos priva de admitir que ellos no tuvieron toda la luz que nosotros tenemos hoy como legado del aporte adicional que los reformadores de los siglos posteriores nos dejaron. Algo en lo cual pronto nos identificaremos más con ellos, será en la última persecución que el remanente final del Señor sufrirá por causa de “los mandamientos de Dios y el testimonio de Jesucristo” (Apoc 12:17). Esa persecución será corta y, a diferencia del testimonio que ellos llevaron durante el medioevo, nuestro testimonio perdurará hasta el mismo fin y a pesar de la oposición del mundo entero. El testimonio de fe que dejaron los “amigos de Dios”, así como el de tantos otros que los siguieron en tiempos de tremenda prueba y angustia, nos servirán entonces de estímulo para vencer sobre el mundo como ellos lo hicieron, “por la sangre del Cordero, y por el testimonio” de la Palabra de Dios que tanto a ellos entonces como a nosotros hoy se nos encomendó (Apoc 12:11).

Entonces aprenderemos a valorar más algunos pasajes del Señor que tal vez ahora no tienen tanto significado para nuestras vidas. “Si el mundo os aborrece”, dijo Jesús, “sabed que a mí me aborreció antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo. Pero como no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece” (Juan 15:18-19). “Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción. Pero tened buen ánimo, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33). “La paz os dejo. Mi paz os doy. No os la doy como la que el mundo da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Juan 14:27). “No temáis, manada pequeña”, agregó el Señor con tierno afecto por su pueblo en tiempo de prueba. “Porque a vuestro padre le ha placido daros el reino” (Luc 12:32).

El problema para reconocer el legado de los “amigos de Dios” en épocas posteriores

Tal vez el problema principal de O’Shea se deba a que confundió la fe “cátara” con un dualismo que, según se sabe, no existió en los movimientos religiosos adversos a Roma contemporáneos y posteriores. Esto lo lleva, por consiguiente, a aislar a los calumniados “amigos de Dios” de los demás movimientos reformadores adversos a Roma. Ya vimos, sin embargo, que es un error el hacer una ecuación cátaro-dualista. Los “amigos de Dios” no eran dualistas en el sentido que les atribuyeron sus enemigos. Ellos creían que el mal no era eterno, sino que será destruido junto con este mundo al final de la historia.

Podemos admitir que no es fácil explicar el origen de la existencia del mal, y que la forma en que algunos “amigos de Dios” expusieron sus ideas puede no haber sido la mejor. No obstante, resulta claro leyendo la defensa de algunos manuscritos que fueron encontrados, que los “amigos de Dios” no equiparaban el mal con el bien en duración, ni lo identificaban intrínsicamente con la materia. Su esfuerzo por demostrar que aquí en este mundo el mal se encarnó y siempre existirá mientras dure esta condición presente, no debía interpretárselo como una negación de su destrucción final junto con este mundo en la venida del Señor.

Debemos tener en cuenta que el problema del origen del mal continuaba siendo materia de especulación entre los escolásticos de los S. XII y XIII.  Bien al comienzo de su obra cumbre, Suma Teológica, Tomás de Aquino trató de responder también al problema de si la existencia del mal hacía imposible la existencia de Dios. Tanto él, como Agustín de Hipona en el S. IV, concluyeron que el mal no es otra cosa que ausencia de bien y que, a lo sumo, si Dios permite la posibilidad de su existencia, es porque puede transformar el mal en bien. Pero, ¿acaso el triunfo del bien sobre el mal puede ser invocado para negar que el mal existe y que será destruido junto con su autor el diablo y sus secuaces? Ya Orígenes, formado en la escuela griega alejandrina, intentó resolver en el S. IV el mismo problema filosófico preguntándose si el diablo mismo no podría todavía ser salvo, un intento velado de negar también la existencia del mal para librar a Dios de toda responsabilidad por haberlo permitido. En lugar de dejarnos atrapar en los postulados de lógica especulativa o filosófica de los escolásticos, será más seguro afirmar nuestras convicciones en el claro testimonio de la Palabra de Dios.

En otras palabras, la escolástica que se desarrolló en la Iglesia Católica especialmente entre los dominicos durante la época mal llamada “cátara”, encontraba también dificultades para resolver adecuadamente el problema del origen del mal. Tenían el problema adicional de tener que predicar que el reino milenial del Apocalipsis había comenzado con la asunción del reino de este mundo por el papado romano en el S. VI, algo que hasta hoy sostiene la Iglesia Católica pero que pretende que comenzó con la resurrección de Cristo y el nombramiento de Pedro como cabeza visible de la Iglesia. Con el triunfo de la Iglesia sobre el mundo entero, creen los católicos, se habrá vencido al mal en forma completa. Los “amigos de Dios”, muy por el contrario, declararon que el diablo y el mal existen (en otras palabras, no se trata simplemente de ausencia de bien o de simple posibilidad de mal), y que el príncipe de este mundo es Satanás, como Jesús lo afirmó. Por lo tanto, aquí en la tierra, hasta que este mundo sea destruido, reinará siempre el mal, y ese mal se encarnó en el papado romano como lo demostraba su obra cruel de exterminio y engaño.

¿Cómo explicar semejante absurdo de creer que el diablo estaba ya atado en el S. XIII (cf. Apoc 20:1-3), sin poder engañar en el radio de influencia de la Iglesia papal, con tanta maldad, mentira, lujuria y explotación del papado mismo, que se erguía en la persona de Inocencio III como príncipe y soberano del mundo, por encima de todos los hombres y presuntamente sólo menor que Dios? Gregorio VII en el S. XII declaró literalmente que “el papa no puede ser juzgado por nadie;  que la Iglesia de Roma jamás erró ni errará jamás hasta el fin del tiempo;  que la Iglesia de Roma fue fundada por Cristo solo;  que el papa solo puede deponer y restaurar obispos;  él solo puede hacer nuevas leyes, establecer nuevos obispados, y dividir los antiguos;  él solo puede trasladar obispos;  él solo puede convocar concilios generales y autorizar la ley canónica;  él solo puede revisar sus propios juicios;  él solo puede usar la insignia imperial;  él puede deponer emperadores;  puede absolver súbditos de todo compromiso;  todos los príncipes deben besar sus pies” (cf. PH, 277).

Inocencio III determinó también, poco después, que le había sido conferido “no sólo la iglesia universal sino también el mundo para gobernar” (PH, 39). Fue este papa quien comenzó una campaña “legal” de difamación y exterminio de los “amigos de Dios” o Albigenses, y quien expresó sin escrúpulos que la Iglesia Romana tiene autoridad para mentir y matar a los presuntos herejes. En una carta dirigida al rey Felipe Augusto de Francia, en donde procuraba inducirlo a lanzar una cruzada de exterminio contra los aborrecibles “cátaros” del sur, le expresó lo siguiente: “Roma no tiembla ante la herejía. Por el contrario, considera una buena política proclamar y exagerar su virulencia y organizar bajo la señal de la cruz, una guerra de conquista que confirmará en el sur de la Galia [hoy Francia], vecina de España e Italia, el poder del papa… Debe ser una buena oportunidad para la Iglesia, verdadera heredera de la administración Romana, confirmar su importancia en la vida de los pueblos y sociedades…” (E. Fornairon, Le Mystere Cathare, 1964). En esta carta se ve claramente, que lo que estaba en juego no era tanto la doctrina de los “amigos de Dios” sino la autoridad del papa, cuya supremacía en asuntos religiosos los odiados “cátaros” rehusaban reconocer.

Lo más curioso es que, para negar que este mundo gobernado por el pontífice romano era malo, como lo afirmaban los “amigos de Dios”, el papado decidiese calumniar, matar y borrar del mapa a los que así creían, para que nadie se atreviera a volver a negar su visión milenial. Bajo tales enseñanzas, ¿debía extrañarnos que para resolver el problema de la existencia del mal, los escolásticos católicos, de entre los cuales sobresalió Tomás de Aquino, terminasen reafirmando en esencia que el mal no existe, sino que es ausencia de bien, algo que muchos teólogos católicos sostienen hasta hoy;  y que si Dios permite la posibilidad del mal, es porque es omnipotente, puede transformar la apariencia de mal en bien (una dialéctica vacía que, por supuesto, no satisface tampoco)?

[“Pretender que el mal y el diablo existen es un error ontológico” [relativo al estudio del ser], me decía un sacerdote católico colombiano al tomar un avión en Bogotá. Ese sacerdote estaba haciendo su tesis doctoral en la Universidad Gregoriana de Roma sobre la Nueva Era, y esperaba poder demostrar que la Nueva Era siempre se practicó en la Iglesia Católica, y que por lo tanto, los católicos no necesitan embarcarse en los principios de la Nueva Era que ahora provienen de la “modernidad” (del mundo secular). ¿Qué temor pueden tener de la Nueva Era tantos católicos si tantos de ellos niegan la existencia del mal y hasta del diablo mismo, siguiendo quien más quien menos, tales postulados medievales?

De la misma manera Zenit, el órgano informativo del Vaticano por internet, ha estado intentando contrarrestar el espiritismo que está penetrando en la Iglesia Católica por todos lados negando su realidad, y afirmando que las apariciones que auspician aún sacerdotes católicos de alto rango, no son más que simples proyecciones de la mente (Zenit, 21 de mayo, 2000). De allí también las tantas reuniones ecuménicas con todo tipo de religión, pagana, politeísta y monoteísta, que el papado está teniendo en el Vaticano, y a las que les pide que traigan lo mejor que tienen. Para el papado, la “posibilidad del mal” (o “carencia de bien”) en todas esas religiones, puede ser llenada con “bien”. En otras palabras, la solución medieval y escolástica sobre el problema del mal desde una perspectiva filosófica deja una puerta abierta a la parasicología y todo tipo de religión. Sobre todo, no protege a la Iglesia Católica de sucumbir bajo el espiritismo)].

Su relación con los valdenses y el sábado

A la luz de las creencias fundamentales de los “amigos de Dios” que hoy se pueden conocer, podemos entender mejor la relación que vio E. de White entre los Albigenses y los Valdenses. “Mientras que los Valdenses depusieron sus vidas en los valles del Piamonte ‘por la palabra de Dios y por el testimonio de Jesucristo, un testimonio similar de la verdad fue llevado por sus hermanos, los Albigenses de Francia” (GC, 271). Ella no usó el término despectivo de “cátaro”, sino que escogió el término regional o geográfico para identificarlos. Se desconoce hoy la verdadera antigüedad tanto de los Valdenses como de los Albigenses o “amigos de Dios”, ya que desde bastante antes del S. XII y en los mismos términos, el mismo testimonio de denuncia contra la corrupción y falsedad del papado romano se estuvo dando por quienes rechazaban sus pretensiones blasfemas.

Algunos críticos de E. de White dentro de la Iglesia Adventista han destacado también el hecho de que no hay documentación histórica para probar que algunos de esos cristianos medievales guardaban el sábado. Según lo que ella escribió, hubo “hombres que mantuvieron su fe en Cristo como el único mediador entre Dios y el hombre, quienes sostuvieron la Biblia como la única regla de vida, y que santificaron el verdadero sábado. Cuánto el mundo debe a esos hombres, la posteridad nunca lo sabrá” (GC, 61).

A medida que los archivos históricos se abren, sin embargo, puede confirmarse aún esta declaración. En esta línea está el proceso de Arras, que condenó en 1420 a la hoguera a toda una comunidad con su pastor, exceptuando a los que ante el temor se retractaron, porque rechazaban el culto a la virgen y a los santos, que según ellos no están en el paraíso aún. También los condenaron porque no creían en la eucaristía ni en las misas en favor de los muertos;  tampoco practicaban el signo de la cruz, y condenaban la confesión auricular al sacerdote. Según el acta de condena, también los quemaron en la hoguera porque “observan el sábado en lugar del domingo”. La influencia de esta gente en esta época era aún tan grande, que el inquisidor de Arras llegó a expresar su inquietud diciendo que “la tercera parte del mundo es valdense” (Zurcher, 89).

¿Por qué Dios permitió que fuesen tan cruelmente exterminados?

“La providencia misteriosa que permite que los justos sufran persecución por parte de los malvados, ha sido causa de gran perplejidad para muchos que son débiles en la fe… ¿Cómo es posible, dicen ellos, que Uno que es todo justicia y misericordia y cuyo poder es infinito tolere tanta injusticia y opresión? Es una cuestión que no nos incumbe. Dios nos ha dado suficientes evidencias de su amor, y no debemos dudar de su bondad porque no entendamos los actos de su providencia” (CS, 51). Jesús dijo:  “No es el siervo mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros perseguirán” (Jn 15:20). Pablo agregó:  “Todos los que quieren vivir píamente en Cristo Jesús, padecerán persecución” (2 Tim 3:12). “Los que son llamados a sufrir la tortura y el martirio, no hacen más que seguir las huellas del amado Hijo de Dios” (CS, 51).

Jesús advirtió a sus discípulos:  “He aquí, yo os envío como a ovejas en medio de lobos… Y seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre;  mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo…” (Mat 10:16-22). “No temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar;  temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno” (Mat 10:28).

“Amados”, advirtió Pedro, “no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido, como si alguna cosa extraña os aconteciese, sino gozaos por cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo, para que también en la revelación de su gloria os gocéis con gran alegría. Si sois vituperados por el nombre de Cristo, sois bienaventurados, porque el glorioso Espíritu de Dios reposa sobre vosotros. Ciertamente, de parte de ellos, él es blasfemado, pero por vosotros es glorificado. Así que, ninguno de vosotros padezca como homicida, o ladrón, o malhechor, o por entremeterse en lo ajeno;  pero si alguno padece como cristiano, no se avergüence, sino que glorifique a Dios por ello” (1 Ped 4:12-15).

Lo que el mundo no puede entender, es esa relación íntima del creyente con Cristo que nunca es más estrecha y poderosa como cuando se participa con fe viviente de los sufrimientos del Señor. Es entonces cuando el fiel siervo de Dios puede entender mejor cuánto amor tuvo el Señor al dejar su gloria para redimirlo del pecado y la miseria de este mundo, y su gratitud, por consiguiente, es proporcionalmente mayor (Hech 5:41). “Para muchas de estas pobres almas agitadas por los vientos de la tempestad, la seguridad del amor del Salvador era demasiado grande para comprenderlo [traducción personal]. Tan grande era el alivio que les traía, tan inmensa la profusión de luz que sobre ellos derramaba, que se creían arrebatados al cielo. Con plena confianza ponían su mano en la de Cristo;  sus pies se asentaban sobre la Roca de los siglos. Perdían todo temor a la muerte. Ya podían ambicionar la cárcel y la hoguera si por su medio podían honrar el nombre de su Redentor” (CS, 80).

“¿Por qué se permitió que el gran conflicto continuase a través de los siglos? ¿Por qué no se suprimió la existencia de Satanás al comienzo mismo de la rebelión? Para que el universo se convenciera de la justicia de Dios en su trato con el mal;  para que el pecado recibiese condenación eterna” (Ed, 297).  “Dios permite que los malvados prosperen y manifiesten su enemistad contra él, para que cuando hayan llenado la medida de su iniquidad, todos puedan ver la justicia y la misericordia de Dios en la completa destrucción de aquellos. Pronto llegará el día de la venganza del Señor, cuando todos los que hayan transgredido su ley y oprimido a su pueblo recibirán la justa recompensa de sus actos;  cuando todo acto de crueldad o de injusticia contra los fieles de Dios será castigado como si hubiera sido hecho contra Cristo mismo” (CS, 52).

Por tal razón dijo Jesús también:  “Dichosos los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos sois cuando os insulten y persigan, y digan de vosotros todo mal por mi causa, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestra recompensa es grande en el cielo, que así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros” (Mat 5:10-11). Todos los así oprimidos por el diablo y sus secuaces, estarán junto al trono de Dios y lo alabarán eternamente en su reino (Apoc 7:9-17).

“Entre la multitud de los rescatados están los apóstoles de Cristo…, y con ellos la inmensa hueste de los mártires;  mientras que fuera de los muros [de la ciudad de Dios] con todo lo que es vil y abominable, se encuentran aquellos que los persiguieron, encarcelaron y mataron… Allí hay sacerdotes y prelados papistas, que dijeron ser los embajadores de Cristo y que no obstante emplearon instrumentos de suplicio, calabozos y hogueras para dominar las conciencias de su pueblo. Allí están los orgullosos pontífices que se ensalzaron por encima de Dios y que pretendieron alterar la ley del Altísimo. Aquellos así llamados padres de la iglesia tienen que rendir a Dios una cuenta de la que bien quisieran librarse… Comprenden entonces que Cristo identifica sus intereses con los de su pueblo perseguido, y sienten la fuerza de sus propias palabras:  ‘En cuanto lo hicisteis a uno de los más pequeños de estos mis hermanos, a mí lo hicisteis’ (Mat 25:40)” (CS, 725-726). [Falta cita de E. de White en PE que dice que están más cerca de Jesús después del milenio, creo que con una cinta roja  que los identifica:  si alguien tiene esa cita ya que no tengo disponible PE en estos momentos, le agradeceré que la incluya].

¡Cuánta emoción y alegría habrá de poder conversar con tantos hombres de Dios que dieron sus vidas en lo pasado “por causa de la Palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo”! (Apoc 1:9; 6:9). Mil años habrá para escuchar el testimonio de fe, por fin libre ya de toda opresión y amenaza (Apoc 20:4), de tantos hijos de Dios que “no amaron su propia vida ni aun ante la muerte” (Apoc 12:11). Ya no serán más extranjeros y advenedizos, ni sufrirán más torturas rehusando “el rescate para alcanzar mejor resurrección” (Heb 11:35). El mundo no fue digno de ellos (Heb 11:38), pero en los méritos del Salvador el cielo terminó considerándolos dignos y aptos para el reino eterno (Luc 20:35-36; 2 Tes 1:5; Apoc 3:4).

Autor:
Dr. Alberto R. Treiyer

2 comentarios:

  1. Excelente material de fuentes adventistas sobre la Iglesia de Tiatira, Apo.2:18-29. Para entenderla debemos estudiarla a la luz de la Santa Biblia, y entonces se nos revelara como la Iglesia del "desierto" que testifico con valor de la verdad.

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  2. La cita de PE que falta: "Con Jesus al frente, descendimos todos de la ciudad a la tierra, .......Atraesamos los bosques en camino hacia el monte Sion. En el trayecto encontramos a un grupo que tambien contemplaba la hermosura del paraje. Adverti que el borde de sus vestiduras era rojo; llevaban mantos de un blanco purisimo y muy brillantes coronas. Cuando los saludamos pregunte a Jesus quienes eran, y me respondio que eran martires que habian sido muertos por su nombre." (EGW, PE, pp 17,18. Apia 1.962)

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