jueves, 8 de octubre de 2009

EL CANON DE LA BIBLIA. Por Dr. David Marshall

De todos los libros conocidos en la historia humana, ninguno es tan singular en su origen, tan maravilloso en sus afirmaciones, tan dinámico en sus promesas, o tan abarcante en su mensaje como lo es la Biblia. No es un libro común. Es más, no es un libro solo, sino una biblioteca con 39 libros en el Antiguo Testamento y 27 en el Nuevo. Su composición llevó siglos, y su autoridad viene durando más todavía. El primero de los 40 autores bíblicos (Moisés) está separado del último (Juan) por unos 1.600 años. Los autores proceden de diversas profesiones y recibieron educación en todos los niveles concebibles, desde el más alto hasta el más bajo. Difirieron en su condición y ocupación: Algunos fueron ganaderos, pastores, soldados y pescadores; otros fueron reyes, legisladores, estadistas, cortesanos, sacerdotes, poetas y médicos.

Era inevitable que sus estilos literarios reflejasen las diferencias entre ellos. Algunos redactaron leyes; otros, poesía religiosa, y otros más, historia. Algunos emplearon prosa lírica; otros poesía lírica; unos escribían parábolas y alegorías, y otros biografías o diarios y memorias personales. Algunos escribieron profecía, y otros simplemente correspondencia personal.

Con toda esta diversidad, ¿cómo fue que los 66 libros llegaron a ser considerados lo suficientemente especiales o divinamente inspirados para ser incluidos en lo que hoy llamamos el “Canon” de la Biblia?

Lo primero que tenemos que entender aquí es que ningún individuo ni grupo de individuos compiló la Biblia. La Biblia fue creciendo. Este principio se aplica tanto al Antiguo como al Nuevo Testamentos. El principio unificador que hace de la Biblia algo santo, diferente y orgánicamente viviente es Cristo mismo, quien trae salvación. Al contemplar el proceso por el cual se escribieron estos libros y llegaron a ser aceptados como inspirados, notamos que Aquel que es este principio unificador, estaba obrando también.

El canon del Antiguo Testamento

“Pocos son los que se dan cuenta”, escribió George Smith, “que la Iglesia de Cristo posee una garantía superior para el canon del Antiguo Testamento que para el Nuevo”.1 Esta garantía superior consiste en la relación que Jesucristo estableció entre él mismo y los libros del Antiguo Testamento. Con frecuencia los citó como fuente de su autoridad. Tras la resurrección, les dijo a sus discípulos que la cruz y todo lo que le había ocurrido no era más que el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento. De hecho, hay profecías mesiánicas intercaladas en todo el Antiguo Testamento. Obviamente, el Nuevo Testamento no recibió el mismo peso de la autoridad de Jesucristo porque todavía no había sido escrito.

La autoridad del Antiguo Testamento fue aceptada por el pueblo al que estaba destinado —Israel— mucho antes de la llegada del Mesías. Bastará un ejemplo. En el curso de una limpieza del templo durante el reinado de Josías, se encontró “el libro de la ley” por mucho tiempo descuidado. El libro fue presentado al rey, quien lo leyó. Se dio cuenta de que se había extraviado debido a la indiferencia de sus predecesores. En épocas anteriores se lo mantenía en el tabernáculo, después en el templo, y los sacerdotes lo leían frecuentemente. El rey solía toner un segundo ejemplar. La recuperación del libro de la ley fue considerada por Josías y los cronistas posteriores como un evento de gran importancia. El rey leyó en alta voz al pueblo algunos pasajes tomados de Levítico 26 y Deuteronomio 28 y 29. De esto se deduce que el “libro de la ley” representaba los primeros cinco libros de la Biblia o al menos parte de ellos. El redescubrimiento de este libro fue el motivador de la reforma que ocurrió durante su reinado.

Durante los 70 años del exilio babilónico, las palabras de los profetas fueron muy apreciadas. Judá como nación dejó de existir, incluyendo su capital y su templo. Pero todavía existían el libro de la ley y los libros de los profetas.

El Talmud judío afirma que Esdras, quien dirigía al pueblo al final del exilio en Babilonia, emprendió la recopilación y el cuidado del texto de la Ley y los Profetas. También sugiere que se convocó una “gran sinagoga” (asamblea) y que por algunos años toda la Ley, los Profetas y los Escritos fueron examinados y evaluados. Además de la obra de Esdras mismo, muchos estudiosos han sugerido que miembros de esta gran asamblea hicieron trabajo editorial.

Los libros del Antiguo Testamento se dividen comúnmente en cuatro secciones: el Pentateuco (los libros de Moisés), los libros históricos (Josué a Ester), los cinco libros de poesía y ética (Job a Cantares) y los libros de los profetas (Isaías a Malaquías).

El trabajo de conformar lo que llamamos el Antiguo Testamento había comenzado, gracias a Esdras y la Gran Sinagoga, ya por el 450 a.C. La mayoría de los estudiosos acepta hoy que, para tiempos de Cristo, el Antiguo Testamento existía en la forma delineada arriba.

Tras la caída de Jerusalén en el año 70 d.C. hubo bastante discusión sobre el canon bíblico. Un rabino llamado Yochanan ben Zakkai obtuvo permiso de las autoridades romanas para abrir una academia rabínica en Jamnia en la que se discutió el contenido del canon inspirado. El debate se centró en cuatro libros que algunos consideraban marginales: Proverbios, Eclesiastés, Cantares y Ester. Después de tratar los pros y contras, los eruditos acordaron incluirlos con los demás libros en el canon. De hecho, “los libros que decidieron reconocer como canónicos ya eran generalmente aceptados, aunque se habían levantado preguntas sobre ellos. Los que rehusaron aceptar nunca habían sido incluidos. Nunca expurgaron del canon ningún libro previamente aceptado”.2

La academia rabínica de Jamnia no invistió los libros de lo que llamamos el Antiguo Testamento con autoridad por el hecho de incluirlos en alguna lista sagrada. Los incluyeron en la lista —o canon— porque ya estaban reconocidos como inspirados por Dios, autoritativos, y lo habían sido, en la mayoría de los casos, ya por siglos.

Un contemporáneo de Jesucristo, Filón de Alejandría, aceptó el canon del Antiguo Testamento en la forma reconocida hoy. Lo mismo ocurre con Flavio Josefo, autor del siglo primero. La lista más antigua de libros del Antiguo Testamento fue redactada por Melitón, obispo de Sardis, por el 170 d.C., y está preservada en el cuarto volumen de la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea.3

El canon del Nuevo Testamento

El Nuevo Testamento tiene tres categorías de libros: los narrativos (los cuatro evangelios y Hechos), las epístolas y un libro apocalíptico, el Apocalipsis de San Juan.

Aunque llevó sólo unos 50 años escribir los libros del Nuevo Testamento, darle la forma que tiene actualmente llevó mucho más. No encontramos antes del 367 una enumeración de libros exactamente con la forma actual. Esta lista aparece en una carta pascual de un obispo cristiano, Atanasio.

Durante los dos siglos y medio transcurridos entre la finalización del último libro del Nuevo Testamento y la lista de Atanasio hubo mucha discusión sobre qué libros debieran ser o no incluidos en el canon. El Antiguo Testamento era la Sagrada Escritura de los primeros cristianos. Gradualmente algunos escritos cristianos fueron colocados a la par del Antiguo Testamento, “no por algún decreto de un concilio sino por el consenso de los creyentes; la intuición espiritual de la Iglesia vino a decidir paulatinamente cuáles de sus escritos debieran ser considerados ‘canónicos’”.4

¿Qué produjo “el consenso de los creyentes”? ¿Qué informó la “intuición espiritual de la iglesia”? Los libros descartados del canon del Antiguo Testamento llegaron a ser llamados “apócrifos”. Otro grupo de libros mal adjudicados —los pseudoepigráficos— también fue descartado. Los apócrifos contienen historia y dichos sapienciales. Los pseudoepigráficos contienen mucho de magia y poca historia. Al examinar los libros descartados del Nuevo Testamento —los apócrifos— nuevamente detectamos la acción de una influencia guiadora sobrenatural.

Los libros incluidos fueron aquellos reconocidos como inspirados por Dios y capaces de ayudar espiritualmente a los seres humanos y dar a conocer a Cristo. Se los reconoció como escritos por hombres cercanos a Jesús e implicados en la gran aventura del primer siglo que llevó el evangelio a los límites del mundo entonces conocido.

Un contemporáneo griego de Atanasio habló del “eco de una gran alma” que él declaraba percibir en los libros canónicos del Nuevo Testamento. William Barclay, el renombrado estudioso del Nuevo Testamento, dice: “El timbre de sublimidad se percibe en los libros del Nuevo Testamento. Llevan la grandeza impresa en sus rostros. Son autoevidentes”.

Cuando el traductor bíblico J. B. Phillips comparó los libros del Nuevo Testamento “con los escritos que fueron excluidos del Nuevo Testamento por los antiguos Padres” no pudo menos que “admirar su sabiduría”. Afirmó: “Probablemente la mayor parte de la gente no ha tenido la oportunidad de leer los ‘evangelios’ y las ‘epístolas’ apócrifos, como lo han hecho los estudiosos. Sólo puedo decir que en tales escritos respiramos una atmósfera de magia y fantasía, de mito y fábula. En toda la tarea de traducir el Nuevo Testamento, no importa cuán grande fuera el desafío, nunca llegué a sentir que se me arrastraba a un mundo hechizado, embrujado y sometido a poderes mágicos tales como abundan en los libros rechazados del Nuevo Testamento. Fue ese sentimiento de fe y confianza lo que me llevó a la convicción, difícil de expresar con palabras, que estamos frente a lo genuino y auténtico”.5

El argumento de la “autoevidencia” se hace más convincente al leer uno mismo los libros que casi entraron en el Nuevo Testamento, pero no lo lograron; libros cuyos autores quisieron que fuesen aceptados y no lo fueron. En el siglo II se escribió una serie de libros llamados “evangelios de la infancia”. Los cuatro evangelios canónicos no nos dan detalles de la primeras tres décadas de la vida de Jesús hasta el comienzo de su ministerio público. Estos “evangelios de la infancia” se propusieron llenar ese vacío.

El llamado “evangelio de Tomás” supuestamente contiene un registro de la infancia de Jesús. El niño Jesús, mientras juega, aparece creando del barro pajaritos con vida, y haciendo caer muerto a un chico que “vino corriendo y se estrelló contra su hombro”. A Jesús, como aprendiz de carpintero, se lo presenta estirando las vigas de madera que no alcanzaban la medida como si fueran de goma, y ejerciendo toda una serie de poderes mágicos totalmente inútiles.

Nadie puede confundir una cosa así con la verdadera Biblia. De hecho, la Escritura es autoevidente. Cuando se comparan los evangelios con estos libros, se hace claro por qué algunos libros quedaron adentro y otros fuera, sin apelación. La línea es claramente definida y no cabe discusión.

Se tuvo mucho cuidado en asegurar que los autores de los libros canónicos hubieran conocido a Jesús personalmente. La señal distintiva de estos hombres era su preocupación de demostrar que el Jesús que verdaderamente hizo estas cosas en el pasado era el mismo Cristo viviente que sigue haciéndolas.

En el libro de Hechos de los Apóstoles, cada uno de los sermones termina destacando la realidad de la resurrección. Para el Nuevo Testamento Jesús sobre todo es el Cristo viviente. Por cuanto los evangelistas estaban hablando de este Jesús viviente, dieron una cantidad desproporcionada de espacio a la última semana antes de la crucifixión y resurrección. El interés central de los discípulos, de la cristiandad y su teología, es la muerte y resurrección de Jesús. Los libros que no hicieron de esto su interés central simplemente fueron dejados de lado o deliberadamente excluidos.

“Bien podemos creer”, dice el profesor F. F. Bruce, “que aquellos antiguos cristianos actuaron con una sabiduría mayor que la suya propia en este asunto, no sólo por lo que aceptaron, sino por lo que rechazaron”. “Lo que es de destacar especialmente es que el canon del Nuevo Testamento no fue delimitado por el decreto arbitrario de ningún concilio. Cuando por último el concilio eclesiástico —el sínodo de Hipona en el 393— elaboró una lista con los 27 libros del Nuevo Testamento no les confirió con ello ninguna autoridad que no poseyesen hasta entonces, sino simplemente registró su canonicidad establecida previamente”.6

En resumen, el proceso por el cual los libros del Nuevo Testamento llegaron a ser aceptados como inspirados por Dios fue, esencialmente, el mismo que llevó a la aceptación de los del Antiguo. Estos dos libros, la Biblia de los apóstoles y la Biblia que escribieron los apóstoles, unidos llegaron a abarcar lo que los cristianos aceptan como la Palabra escrita de Dios, el principio unificador de la cual es Cristo mismo, quien trae salvación. De ese modo la Biblia, la Palabra inspirada, tiene su origen, autoridad y genuinidad enraizada en Cristo, la Palabra (Verbo) encarnada.

David Marshall (Ph.D., University of Hull) fue profesor por varios años antes de convertirse en escritor y redactor de revistas. Ha publicado 20 libros sobre temas históricos, bíblicos y de viajes. Es en la actualidad redactor jefe de Stanborough Press. Su dirección: Alma Park; Grantham, Lincs. NG31 9SL; Inglaterra. Este artículo fue adaptado de su libro The Battle for the Bible (Autumn House, 2004).

REFERENCIAS

1. G. A. Smith, Modern Criticism and the Preaching of the Old Testament (London: Hodder and Stoughton, 1901), p. 5.

2. F. F. Bruce, The Books and the Parchments (Westwood, N.J.: Revell, 1963), p. 89.

3. Ibid., pp. 89-92.

4. G. W. H. Lampe, ed., The Cambridge History of the Bible (Cambridge University Press, 1963-1969), vol. 2, p. 42.

5. J. B. Phillips, Ring of Truth: A Translator’s Testimony (New York: Macmillan, 1967), p. 95.

6. Bruce, pp. 103, 104.

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